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México D.F. Viernes 12 de septiembre de 2003
P. Nicholson, F. Fernández, G. Duch, J. Aguado
y M.A. López
¿Por qué decimos no a la OMC en la agricultura?
Estamos en la quinta cita de la Organización Mundial
del Comercio (OMC) que, en esta ocasión, se celebrará en
Cancún. Como viene siendo habitual desde las importantes movilizaciones
de Seattle en 1999, que lograron que la ciudadanía y las organizaciones
sociales constatáramos la importancia del tema para nuestro futuro,
volvemos a presenciar el intento de legitimación de estas convocatorias
por parte de la propia OMC y de los estados participantes mediante fórmulas
que presentan el efecto de la liberalización propugnada como un
beneficio también para los sectores excluidos. Frente a este discurso,
de nuevo oímos los argumentos de los movimientos sociales de todo
el mundo que, junto a ONG, sindicatos y otros grupos, demandamos un modelo
alternativo de globalización. La presión social y la movilización
ciudadana cada vez más firme, profunda e imaginativa generadas desde
estos sectores está obligando a revisar los mensajes que se lanzan
desde la OMC, aunque, como comprobamos cotidianamente, sean sólo
meros lavados de cara que en absoluto llegan a asumir las alternativas
planteadas por las organizaciones sociales.
El discurso oficial en el seno de la OMC propugna con
tesón "las enormes posibilidades de la liberalización del
comercio internacional para favorecer a los países en desarrollo".
Detrás de esta frase, acuñada en la Conferencia de Doha celebrada
en 1999, se ocultan no pocos elementos cuestionables, pues cada vez que
la OMC y los estados presentan este planteamiento en toda su crudeza acabamos
oyendo que el liberalismo absoluto es el único camino para que el
comercio beneficie a los pobres del mundo. Pero cada vez que se defiende
esta aserción se olvida que los países están formados
por personas, que en los países en desarrollo se repite el mismo
esquema injusto de reparto de la riqueza que existe a nivel global y que
favorecer a los países en vías de desarrollo no implica,
por tanto, mejorar las condiciones de vida de la población excluida.
Al dar por sentada esta afirmación, los debates se ciñen
a dilucidar cuestiones técnicas sobre cómo eliminar o no
aranceles, qué tipo de apoyos internos o subvenciones son las permitidas,
o cómo dar un trato especial y diferenciado a los países
empobrecidos... En ocasiones las organizaciones sociales podemos caer en
la misma dinámica, discutiendo y asumiendo planteamientos sobre
unas cuestiones que, en este momento, ya están alejadas de la lista
de prioridades de las organizaciones sociales más directamente afectadas
por los efectos de estas políticas.
Este planteamiento es, a nuestro entender, completamente
desacertado cuando las discusiones se centran en la agricultura, uno de
los aspectos claves de las negociaciones en el marco de la OMC y de trascendental
importancia para los pobres del Sur. Las cifras cantan: el 60 por ciento
de la población mundial vive en el medio rural, más de 840
millones de personas pasan hambre, el 75 por ciento de las personas pobres
y hambrientas del mundo, según datos de la FAO, vive de la agricultura,
de la ganadería, del pastoreo o de la pesca, y más de la
mitad del PIB de más de un centenar procede de la producción
agropecuaria. En este contexto, el comercio y el mercadeo son elementos
importantes para las economías, pero no pueden ser la prioridad
en todos aquellos países que, ante todo, necesitan asegurar la soberanía
alimentaria de sus poblaciones. Asimismo, la prioridad de los estados no
puede consistir en aplicar mecanismos para la liberalización del
comercio agrario cuando los datos que se desprenden de la propia OMC nos
dicen que sólo 10 por ciento de la producción mundial de
alimentos es la que se comercia en los mercados internacionales y que 74
por ciento de la misma está concentrada en sólo 14 países.
En un contexto internacional en el que los precios de los productos básicos
siguen bajando y en que los productos más dinámicos en el
mercado internacional son, de nuevo según datos de la propia OMC,
la seda, las bebidas no alcohólicas (refrescos) o los preparados
de cereales, una acción política responsable de los gobiernos
no puede dar prioridad a la promoción de una agricultura exportadora
centrada en monocultivos dirigidos al mercado exterior sin afianzar previamente
las bases de un tejido productivo sostenido por la población del
medio rural y caracterizado por la diversificación de cultivos capaz
de cubrir la mayoría de las necesidades del país, y sin potenciar
la transformación alimentaria y sus propios mercados internos. Sería
tal vez necesario preguntar al campesino hondureño o senegalés,
o también al pequeño ganadero que tiene 20 vacas en un pueblo
de la montaña gallega, que nos diga cuál de las opciones
prefiere.
Las propuestas de mercado preconizadas por la OMC, con
todos sus intentos de maquillaje, son, en pocas palabras, desregulación,
privatización y liberalización. Los ejemplos de una Argentina
orientada a la agroexportación de soya o carne de vacuno, pero con
una población rural hambrienta, o la situación de los millares
de campesinos mexicanos después del Tratado de Libre Comercio con
Canadá y Estados Unidos, ilustran perfectamente las consecuencias
sociales y ecológicas de este modelo. Asistimos a la imposición
de un modelo agrario de producción, tanto para el Norte como para
el Sur, cuya receta única es la transformación de los sistemas
agropecuarios familiares, de orientación comunitaria y autodependientes,
a sistemas de producción y distribución comerciales subordinados
a las grandes corporaciones. Donde antes se sembraba comida ahora se cultivan
flores, cacahuates o café destinados al consumo en el Norte. La
comercialización de la agricultura genera, además, la concentración
de la tierra en manos de empresas privadas, con lo que se expulsa del campo
a miles de familias que deben buscar su subsistencia en las ciudades o
como trabajadores jornaleros.
Son realidades como éstas las que llevan a los
movimientos campesinos, indígenas y ecologistas, y a un número
cada vez mayor de ONG de desarrollo, a reclamar una y otra vez que las
cuestiones agrícolas queden excluidas del mandato de la OMC. En
este sentido, frente a la propuesta política que se propugnará
en estos días en la cita de la OMC en Cancún, los movimientos
sociales a los que representamos planteamos unas alternativas orientadas
a resituar cada uno de los objetivos y prioridades expresados a lo largo
de estas líneas.
Defendemos, por ello, el derecho y el deber de los estados
de defender, apoyar y promover su propio sector de producción agropecuaria,
porque de ello dependen cuestiones como la soberanía alimentaria,
la calidad de vida de amplios sectores de la población o el equilibrio
territorial y medioambiental, para lo cual deben tener capacidad de definir
sus propias prioridades y estrategias comerciales. Proponemos, también,
un modelo de producción orientado hacia el abastecimiento de los
mercados interiores que permita el crecimiento y la transformación
de los mismos en productos alimentarios. Este modelo de producción
agrario debe apoyarse en el marco de la explotación familiar que
garantice el tejido rural, que cuide el medio ambiente y que sea solidario
con los sectores agrarios de otros países. Por todo ello, y porque
entendemos que el actual marco de regulación del comercio internacional
no permite ningún avance hacia este sistema, demandamos que la agricultura
y la alimentación salgan de las negociaciones comerciales.
Paul Nicholson es miembro de Vía Campesina;
Fernando Fernández, de Cáritas España; Gustavo
Duch es director de Veterinarios Sin Fronteras; Jerónimo Aguado,
de Plataforma Rural, y Miguel Angel López es secretario
general de la COAG
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