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México D.F. Jueves 18 de septiembre de 2003
Adolfo Sánchez Rebolledo
Desafueros y compromisos
Luego de varias legislaturas de aguantar malos modos y mañas del partido en el poder, el tribuno Juan de Dios Castro no quiso perder la oportunidad de su vida para apretarles las tuercas a sus seculares adversarios del ex partido oficial y, en su calidad de presidente de la mesa directiva, citó a los diputados para erigirse en jurado de procedencia contra el senador y líder del Sindicato de Petróleos Mexicanos, Ricardo Aldana.
Castro no podía engañarse en cuanto a los riesgos de esa decisión, pero siguió adelante, pues se trataba de una resolución dictada por el deber y la justicia, ajena a cualquier revanchismo -confesó más tarde a los periodistas. A fin de cuentas, ésa era su propia e intransferible responsabilidad legal y estaba dispuesto a cumplirla a como diera lugar, a pesar de los riegos inminentes. Llevar a término el procedimiento de desafuero constituía una especie de "lápida" (así dijo) puesta por el destino sobre las espaldas del presidente (panista) de la legislatura. Y él no sería el primero en dar marcha atrás. Juan de Dios, juez en los comienzos de su carrera, quería darnos una lección ejemplar de ética política. Y parecía dispuesto a resistir. Pero el tiempo ya no estaba para tales quijotadas y el jurista se quedó aislado entre los suyos y en la inopia más absoluta, burlado por sus contrincantes.
El escándalo subió de tono, al grado de que su homólogo en el Senado, Enrique Jackson, se dirigió a él usando expresiones poco frecuentes en la comunicación entre líderes camarales. "Su acuerdo, señor diputado Castro, lleva a extremos inaceptables -por ilegales- la actuación de usted como presidente de la Cámara de Diputados", le dijo, entre otras lindezas. El PRI no daba crédito y se sentía traicionado por el doble discurso del panismo. Y amenazó con no pasar las reformas prometidas. Al final Vicente Fox desautorizó la operación desafuero al confiarle a Joaquín López Dóriga que él (por aquello de la independencia de poderes) no tenía la menor idea de las intenciones de su ex asesor jurídico. La bomba explotó y Juan de Dios Castro se hizo chiquito en su enorme curul.
Un recurso reglamentario extraído de la grilla más elemental trocó la belicosidad desaforadora del panismo, que se dejó ganar una votación simple para salvar... la posibilidad de los acuerdos con la bancada priísta y, desde luego, la cara del presidente Fox. Pero el incidente no ha concluido como debiera: si los priístas tenían razón al denunciar la ilegalidad del procedimiento, Juan de Dios Castro tendría que renunciar a su cargo por mero decoro parlamentario; si él estaba en lo cierto, y a pesar de ello aceptó modificar el citatorio, tendría que renunciar por simple decoro personal y político.
Es evidente que en el fondo de este penoso asunto está el viraje del foxismo para conseguir un acercamiento con el grupo parlamentario del PRI, que le permita tramitar las reformas pendientes. Nada que objetar: bienvenida la disposición a negociar, pues éste siempre será el mejor camino para llegar a acuerdos productivos, pero, por favor, no hagamos del Acuerdo, con mayúsculas y así en general, un nuevo Mito, la segunda parte de aquel otro que prometía traer con el Cambio la prosperidad de la nación. (Por lo pronto, Fox nos endilgó una oración por el acuerdo en pleno ritual del Grito.)
Los golpes de timón cuando se trata de la política pública merecen ser explicados, pues no basta con aceptar como bueno y positivo lo que antes se negaba para estar en la dirección correcta. Sobre todo, si no es la intención del gobierno desacreditar el camino de los acuerdos, como infortunadamente ya se ha hecho con otras aspiraciones democráticas, más vale que los grandes actores políticos, comenzando por el jefe del Ejecutivo, comiencen a ventilar las propuestas que en teoría deberían ser la materia prima de la negociación. Un acuerdo nacional sustantivo, un verdadero compromiso sólo puede entenderse como un pacto que redefina los objetivos de la sociedad mexicana de cara al mundo y sus problemas, es decir, como una reformulación de los principios y fines que dan cohesión al esfuerzo común de los mexicanos. De lo contrario, apelar al compromiso y a una suerte de "unidad nacional" para salir al paso de ésta o aquella reforma particular, por importante que pudiera parecer, no es más que una nueva forma de demagogia para enmascarar la ciega sumisión al orden actual, camino que finalmente reproduce la irracionalidad de la modernización apresurada y salvaje que hemos vivido, cuyos beneficios sólo llegan a las minorías que hoy detentan poder y riqueza.
Algunos nos hemos pasado años defendiendo el pluralismo, el derecho a disentir y, al mismo tiempo, la necesidad de buscar líneas de entendimiento "en lo fundamental" para atender los más graves problemas de México, en primer lugar la desigualdad y la miseria, pero jamás hemos creído que siempre y para todas las cosas valga el método del consenso, la declinación de las diferencias que son la razón de ser del parlamento y del propio régimen democrático. En todo caso, la negociación y, por consiguiente, el acuerdo tendría el fruto de una intensa deliberación (franca y pública) que permita a la ciudadanía por lo menos conocer qué se juega y cuáles son los intereses que están en la liza, pues en un mundo como el que vivimos -y lo acabamos de ver en Cancún- hay de reformas a reformas, cambios en apariencia progresivos que traen aparejado el empobrecimiento de la mayoría.
Un acercamiento de las fuerzas políticas para enfrentar los obstáculos que se oponen al desarrollo nacional sólo puede ser saludable si la política deja de estrangular a la justicia, si los partidos y sus grupos parlamentarios dejan de pensar en el corto plazo y se proponen una estrategia de largo aliento sin renunciar al programa que los define.
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