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México D.F. Domingo 5 de octubre de 2003

Rolando Cordera Campos

La reforma no es negocio

Hace varios años que la crítica del neoliberalismo adquirió carta de nacionalidad global. Con el Informe sobre el Desarrollo Mundial de 1997, dirigido por Joseph Stiglitz, el Banco Mundial postuló la "vuelta del Estado" y de entonces en adelante las crisis asiática y rusa, las devaluaciones brasileñas y la brutal caída argentina no hicieron sino confirmar que el mundo vivía un punto de inflexión en el proceso de globalización que con tanto entusiasmo se había consagrado como universal e irreversible al calor de la caída del Muro de Berlín y del desplome soviético.

Irreversible, tal vez, pero lineal e inapelable de ningún modo. De sus circunvoluciones y revisiones políticas es de lo que los países que pueden y quieren buscan ocuparse ahora. Por si algo faltara, la crítica altermundista no cesa ni se arredra, mientras ve tropezar una y otra vez a las instituciones que encarnarían el "nuevo orden" del que presumió demasiado temprano el viejo Bush. Ahora fue Cancún, pero antes fueron Génova, Praga o Seattle, y mañana vendrán otros acontecimientos que mostrarán que debajo del folklore globalifóbico hay razones, pasiones, intereses que no se refugian en el localismo o el terror fundamentalista y más bien reclaman también un orden global, pero ordenado, y concebido de forma distinta a como los cowboys del mundo unificado lo han hecho y se empeñan en hacerlo.

Por su parte, el Estado estadunidense, con los excesos de sus corporaciones y el abuso de su poder militar hasta la esquizofrenia de las semanas pasadas en la ONU, no ha hecho sino confirmar lo que ya era una sospecha global asumida por muchos de los poderes y las mentalidades dirigentes del mundo: sin cooperación a escala planetaria no habrá ordenamiento económico y político que dure; pero para que la primera se dé, el frenesí imperial desatado por el 11 septiembre tiene que ser sucedido por otras iniciativas multilaterales creíbles, basadas en el entendimiento plural de que el peligro del terror es menor al de la pérdida de control racional sobre un mundo en acelerada pero desconcertada integración.

Tal es, parece, la insistente lección de la vieja Europa, más renovada que nunca en su afán civilizatorio, a pesar de la torpeza mental de José María Aznar o de la arrogancia pueril de Tony Blair.

Si es este el panorama que se empieza a vivir, sólo la contumacia aldeana de nuestros grupos dirigentes puede explicar su reformitis aguda. Pasada la revolución como alternativa, bien podría decirse que "ahora todos somos reformistas", como alguna vez dijo el presidente Nixon del keynesianismo. Sin embargo, y precisamente por esta aparente unanimidad, es que las reformas tienen que pasar por varias pruebas de ácido en la políticas y el análisis, antes de exigir el beneplácito ciudadano. Resulta necio decir, por ejemplo, que es por el futuro de México que debe apoyarse al presidente Fox en sus reformas, o que éstas deben hacerse porque hacía tiempo que debían haberse hecho y que su mera posposición representa un argumento prima facie en favor de su bondad o eficacia.

Tales argumentos son tan insustanciales como los que acuden a la gastada dicotomía entre modernizadores y dinosaurios para abrirse cancha en la liza política del momento. No es así como se divide hoy el México político, como tampoco lo hace en torno a la noción de que la soberanía puede trazar los linderos para las transformaciones que, sin duda, es necesario emprender en México para que su economía política vuelva a caminar.

Las reformas que están en la agenda no pasan necesariamente por privatización alguna, salvo que se insista en que la visión mecánica de las reformas de primera, segunda, en generaciones, postulada por los náufragos del Consenso de Washington, tiene aún sentido en este tiempo en que el neoliberalismo queda atrás y la globalización demanda, para sostenerse, de la intervención sistemática pero novedosa de los estados.

Qué pena da asistir a la repetición cansina de este tipo de razones por parte de gobernantes y ex dirigentes de prácticamente todos los colores, no sólo por su falta de imaginación y actualidad, sino porque con su afiliación a la reformitis se desafilian del reformismo y dan fuerza a quienes piensan que detrás de sus tomas de partido lo único que hay es la premura por tomar ganancias de la nueva ola de privatizaciones que persiguen.

La reforma no es negocio, porque esa es la condición para que, de tener éxito, los mercados crezcan y la mayoría de los empresarios se vea beneficiada por ello. Para que esto ocurra, es indispensable quitarle a la apuesta reformista todo viso de que responde a un interés particular grande o chico, nacional o trasnacional. Eso viene después, no antes.

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