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México D.F. Miércoles 15 de octubre de 2003
AZCARRAGA: EXPRESIONES DESAFORTUNADAS
Al
participar en el encuentro Cumbre de negocios en Veracruz. Alianzas para
el crecimiento", el accionista principal de Televisa, Emilio Azcárraga
Jean, manifestó distorsionadas y peligrosas apreciaciones sobre
el quehacer informativo en general y en particular sobre la prensa escrita,
en la cual, y en sus palabras textuales, "escriben lo que quieren y no
lo sustentan, envueltos en la bandera de la libertad de expresión,
que es un concepto completamente erróneo"; "el cuate que escriba
algo que es falso debería tener una multa o debería ir a
la cárcel como cualquier otra persona". Para mayor confusión,
el ponente pretendió anteponer los medios impresos con los electrónicos,
cuya ventaja "es que, como existe un video o un audio, éste se presenta,
y no es lo que yo pensé que dijiste; ahí está el audio".
Más allá del lenguaje esperpéntico,
y seguramente documentadas "en audio y en video", además del papel,
las palabras del empresario son desafortunadas en ámbitos más
importantes que el de la correcta construcción gramatical. De entrada,
plantean un amago de censura lisa y llanamente inaceptable. Si se parte,
como Azcárraga, del aserto de que la libertad de expresión
"es un concepto completamente erróneo", bien puede concluirse, con
el empresario televisivo, la pertinencia de establecer penas de cárcel
para quienes, en uso de ese derecho, "mienten". Sería interesante
imaginar, en esa lógica, qué entidad o persona quedaría
a cargo de calificar el trabajo de los periodistas como verdad o como mentira,
y si es dable -ya no digamos prudente- reducir esas categorías filosóficas
de difícil asidero a detalles de trámite procesal.
Desde otra perspectiva, cuesta creer que un empresario
con visión, como lo es sin duda Azcárraga Jean, quien ha
conducido con éxito el mayor emporio televisivo de México
por un innegable proceso de apertura y modernización, pueda pasar
por alto que la "objetividad" que propone como divisa de los medios informativos
es un valor ausente en la historia de Televisa, la cual fue por décadas
un aparato de propaganda oficialista al servicio de los presidentes surgidos
del PRI, un altavoz de ideologías gubernamentales que difundió,
por comisión y por omisión, miles y miles de mentiras de
todas clases.
Tampoco acierta el heredero de Emilio Azcárraga
Milmo -quien gustaba de definirse como "soldado del PRI" para justificar
los sesgos y distorsiones de sus empresas- cuando atribuye a la información
de los medios electrónicos veracidad, precisión y confiabilidad
basadas en sus registros de "un video o un audio" y superiores -puede inferirse-
de los atributos correspondientes en los medios impresos. De hecho, y a
pesar de la acelerada revolución tecnológica que vivimos,
las expresiones documentales en papel siguen siendo consideradas, hasta
la fecha, las más sólidas y confiables.
En nuestro país los medios informativos en general
-los radiofónicos, los televisivos, los impresos y, ahora, los internéticos-
están pasando, ciertamente, por una etapa de desmesuras e irresponsabilidades
inversamente proporcionales a la sumisión institucional de la que
salieron recientemente, y de la que Televisa fue un triste ejemplo. Tal
fenómeno no obedece necesariamente a la falta de capacidad profesional
o de probidad de los periodistas que trabajan en ellos sino, sobre todo,
al afán mercantilista de los propietarios y los accionistas y a
sus obsesiones por incrementar la circulación, las audiencias y
el rating, inclusive si ello se consigue a costa de sacrificar la
veracidad y el equilibrio. La idea de corregir los vicios informativos
con penas de cárcel para los informadores es injusta, equívoca
y ofensiva. Habría que empezar, en cambio, por poner un freno y
una regulación al libertinaje comercial que pervierte el trabajo
periodístico y obstaculiza el ejercicio responsable de la libertad
de expresión.
La vinculación entre medios y público constituye
una relación social específica, distinta a la comercial -aunque
no reñida con ésta-, al igual que, por ejemplo, la política
y la religión. Pensar en la información como una mercancía,
imaginar el país como una asamblea de accionistas, plantear a las
iglesias como proveedoras de ofertas espirituales o concebir los procesos
electorales como una subasta que reúne a candidatos-vendedores y
a votantes-compradores representan ejemplos de procesos mentales distorsionados
por el mercantilismo. En esa lógica, en vez de proponer castigos
de prisión para los informadores, habría que establecer códigos
de conducta y principios claros para que los propietarios de los medios
se dediquen a administrar sus empresas y dejen de interferir en el trabajo
de los periodistas.
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