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México D.F. Miércoles 3 de diciembre de 2003

Soledad Loaeza/ I

Vicente Fox: el desgano presidencial

Vicente Fox cumple tres años en la Presidencia de la República. En este plazo ha definido un estilo personal de gobernar que difiere con mucho del de sus predecesores; pero también es muy distinto del que esperaban sus simpatizantes en el año 2000. El candidato de cuyo carisma muchos hablaban, vivaracho y ansioso por llegar al poder, que prometía un liderazgo presidencial ágil y propositivo, se convirtió muy pronto en un presidente desganado, indeciso y enojón, sujeto a prontos de malhumor que han quedado al descubierto en gestos de impaciencia y respuestas bruscas a humildes ciudadanos que se le han acercado en busca de ayuda.

Durante la campaña presidencial Fox y sus estrategas construyeron concienzudamente la imagen de un ranchero decidido y pragmático, que tenía los pies firmemente plantados sobre la tierra, y un carácter audaz que subrayaba con una vestimenta de vaquero con inocultables connotaciones machistas: las botas puntiagudas y de tacón, la inmensa hebilla y el ancho cinturón.

Esta imagen de Vicente Fox ha sido derribada por el presidente temeroso y errático que permite que subalternos y amigos de calidad profesional o moral más que dudosa lo traten en público de incompetente, o que nomás mira cómo los miembros de su gabinete lo contradicen a él, se contradicen entre sí o usurpan públicamente responsabilidades que la Constitución le atribuye sólo al Presidente de la República. Ni siquiera Pascual Ortiz Rubio llegó a proyectar una imagen de debilidad semejante, aunque es cierto que Vicente Fox ha tenido más de un Plutarco. Su experiencia es hoy un caso de libro de texto de cómo en la Presidencia posmoderna lo que se necesita para ser un buen candidato dista mucho de lo que se necesita para ser un buen presidente.

La presidencia foxista es una muestra inquietante de que las campañas electorales no son buenos predictores del desempeño presidencial. No obstante, es preciso reconocer la paradoja de que el contraste entre Fox candidato y Fox presidente es mucho mayor que cualquier diferencia notable entre los priístas que pasaron de candidatos presidenciales a presidentes.

Desde 1963 la revista Política trató a Gustavo Díaz Ordaz de gorila y denunció sus reflejos autoritarios; la demagogia de Luis Echeverría puso nerviosos a los empresarios y a la vieja guardia de entonces del PRI desde que en un acto de campaña en la Universidad Nicolaíta de Morelia guardó un minuto de silencio por los caídos en Tlatelolco; de José López Portillo siempre supimos que aspiraba a ser un filósofo rey y que su arrogancia intelectual y su vanidad podían llevarlo a graves excesos; el candidato desapasionado que fue Miguel de la Madrid nos dejó percibir la sangre fría y la cautela del presidente que en más de una ocasión jaló oxígeno para evitar que el país se le deshiciera entre las manos, como advirtió en su toma de posesión; el desenfadado cinismo de Carlos Salinas, su audacia o su capacidad de persuasión quedaron perfectamente asentados desde el destape, cuando se metió en la fila sucesoria desplazando a toda una generación de suspirantes. En cambio, hoy muchos se preguntan en México dónde está el Vicente Fox de 1999 y 2000. Una primera y obvia respuesta es: donde siempre estuvo, en la imaginación. Más allá de la amargura que inspira la sensación de que todos nosotros, y no sólo Vicente Fox, estamos perdiendo una oportunidad de oro para cambiar el país, hay que buscar una explicación más de fondo a la evidente frustración que se ha apoderado del ánimo del presidente, que le ha robado la sonrisa y las ganas de gobernar.

A quienes le reprochan que no sea el presidente que prometió, es muy probable que Vicente Fox conteste que la Presidencia tampoco es lo que le prometieron, simplemente porque nadie parece haberle mencionado que el poder del presidente estaba restringido por las instituciones de la administración pública y por el contexto político e internacional, y que lo que hace un presidente es acomodarse a sus circunstancias y domarlas o manipularlas para sacar adelante sus iniciativas.

Muchas de las dificultades con que se ha topado el presidente Fox para construir un liderazgo presidencial amplio, y un nuevo consenso nacional, revelan que su punto de partida eran premisas falsas a propósito del alcance de la institución presidencial, de sus límites reales y de las exigencias del ejercicio del poder.

Hasta ahora, el presidente Fox y muchos de sus funcionarios parecen sostener una idea de la Presidencia de la República inspirada todavía en el sesgo oposicionista que en el pasado les hacía creer que los presidentes hacían lo que se les venía en gana y que si no tomaban ciertas decisiones era por falta de "voluntad política". Ahora, el Presidente y sus colaboradores dicen tener la famosa voluntad, pero en lugar de reconocer que quizá se encuentran en una situación similar a la de algún presidente priísta en aprietos, se justifican con el argumento de que la oposición partidista -y hasta el PAN- o el Poder Legislativo son el principal obstáculo a sus decisiones.

La historia política de la segunda mitad del siglo XX mexicano está plagada de ejemplos de decisiones presidenciales fallidas o efectivamente acotadas si no por el Congreso o por el Poder Judicial, por actores políticos reales como los sindicatos, las organizaciones empresariales, la Iglesia católica o los estudiantes universitarios.

La idea de la presidencia imperial es pura propaganda. Lo fue primero del PRI, y después de la oposición, porque si miramos a los presidentes mexicanos ya no desde la perspectiva de lo que hicieron, sino desde lo que quisieron hacer y no lograron, entonces tendremos una visión más equilibrada de lo que es la institución presidencial.

Si acaso fuera cierto que el poder informal del presidente mexicano era tanto y tanto mayor que los poderes formales que le atribuye la Constitución, entonces la pregunta obvia es por qué ningún presidente priísta utilizó su poder informal para destruir las bases constitucionales de la presidencia formal, como ha ocurrido tantas veces en la historia. No obstante, los foxistas ingenuamente se creyeron al pie de la letra la leyenda de la omnipotencia presidencial e incluso pensaron que podían recrearla en una presidencia plebiscitaria para Vicente Fox.

Desde el principio este proyecto enfrentó graves dificultades porque estaba basado en un rosario -con todo y sus misterios- de prejuicios acerca de la sociedad mexicana, por ejemplo, el de que los mexicanos buscan en el presidente un caudillo. Si así fuera, Cuauhtémoc Cárdenas iría ahora por su segunda relección. Sin embargo, ignorando las señales y confiados en toda suerte de lugares comunes a propósito del sistema político mexicano, los foxistas se empeñaron en construir un liderazgo plebsicitario. La naturaleza de la campaña electoral y de la institución presidencial se prestan a ello, no así el desarrollo institucional del país, en particular el sistema de partidos, ni el talante de la opinión pública.

El proyecto de la presidencia plebiscitaria nació con la campaña electoral de Vicente Fox en 1997. Sus estrategas, entre ellos el consultor político estadunidense Dick Morris, se empeñaron en reproducir en México el mismo tipo de campaña antiautoritaria de frente amplio opositor que en otros países puso fin a regímenes dictatoriales. El uso de una estrategia diseñada originalmente para una situación distinta embrolló la lectura que hicieron del electorado y de los equilibrios políticos inmediatos. En México los llamados a una elección plebiscitaria galvanizada en el individuo Vicente Fox caían en los oídos sordos de los priístas de hueso colorado y de los cardenistas más fieles que utilitarios. Los resultados confirmaron los errores de la estrategia plebiscitaria. El candidato de la Alianza por el Cambio obtuvo 43 por ciento que era suficiente para derrotar al contrincante priísta, pero insuficiente para formar un gobierno de "unidad nacional".

El discurso de toma de posesión del presidente Fox muestra con claridad la discrepancia entre lo que los foxistas veían y la realidad de la elección. Una larga primera parte está escrita para una circunstancia inexistente en ese momento en México: llamados a la reconciliación y a la unidad como si los actores políticos del pasado hubieran desaparecido o fueran una minoría irrelevante; en cambio lo que el presidente tenía frente a sí el 1Ɔ de diciembre de 2000 era un Congreso en el que el PRI representaba una poderosa oposición, con mayoría en el Senado y muchísimas curules en la Cámara.

Uno se pregunta si en ese momento no hubiera sido más atinado subrayar el papel del antiguo partido oficial como una nueva oposición, que sería tomada en cuenta, sobre todo si actuaba en forma responsable y constructiva, en lugar de invitar a los priístas a ingresar a esa gran alianza de rechazo al pasado. Curiosamente la segunda parte de ese discurso revela el impulso partidista del nuevo presidente y el ánimo punitivo con el que en realidad miraba a los representantes priístas, quienes, animales de olfato fino, se dieron perfectamente cuenta de las ambigüedades presidenciales.

A pesar de que Vicente Fox no logró hacer de su campaña presidencial un plebiscito, los primeros meses en funciones -y todavía hoy aunque de manera menos acentuada- intentó comportarse como un presidente plebiscitario, y pretendió gobernar solo, estableciendo una relación directa con los electores, es decir, por encima de partidos y Congreso. La primera víctima de esta estrategia, Acción Nacional, fue marginalizado explícitamente por el mismo presidente desde antes de tomar posesión.

En una entrevista con Elena Gallegos, de La Jornada, en julio de 2000, en obvia referencia a las relaciones padre-hijo, Fox el candidato triunfador declaró: "El PAN ya me formó, ahora tiene que dejarme ir". En los primeros dos años de gobierno, por lo menos, la estrategia presidencial consistió en presentar ante la opinión pública los proyectos de reforma, para movilizar su apoyo y con esa presión obligar a diputados y senadores a votar las propuestas foxistas. Se trataba de replicar la estrategia que utilizó para imponer su candidatura al PAN: construir una base de apoyo al margen del partido, para luego obligar a la organización a someterse a las presiones de una opinión pública organizada en torno a su persona. Sin embargo, lo único que logró el presidente Fox fue exasperar a los partidos y enajenar al Congreso, al mismo tiempo que reanimaba el fantasma populista y ponía en guardia a muchos que antes lo apoyaron.

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