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México D.F. Miércoles 3 de diciembre de 2003
Arnoldo Kraus
La fuerza de la Tierra
El mapa del mundo se ha convertido en un dolor de cabeza. Hace unos días los periódicos informaron que la resistencia iraquí había matado a siete agentes del servicio secreto español. Algunos diarios acompañaron la noticia con fotografías tomadas después de la emboscada. Las tomas son suficientemente nebulosas para semejar una película estadunidense o un thriller de moda, pero son también suficientemente claras como para reflejar la verdad de la muerte, la verdad del odio y el inexplicable placer que tras los asesinatos de otros sólo puede experimentar quien ha sido humillado. Sobre los cadáveres frescos -quizás muertos, quizás aún con vida- varios iraquíes, algunos de ellos niños, bailan y celebran. Las manos en alto, las manos invocando al cielo y la inclinación de los cuerpos son datos inequívocos de jubilo, de éxito. Otros, cargados de odio, aprovechan el festín: pisotean y patean los cuerpos. Dos periodistas de la televisión británica atestiguaron desde la carretera la escena: "Gritaban vivas a Saddam sobre los cadáveres".
Días antes los periódicos mostraban la poca inteligencia de George W. Bush y su elite intelectual. En un acto publicitario simple, barato, carente de imaginación e incapaz de sensibilizar se muestra, en Bagdad, al presidente estadunidense, rodeado de soldados, llevando el tradicional pavo. Bush acudió a Irak por espacio de dos horas, en una "visita más que relámpago", para departir con sus tropas y conmemorar con ellos el Día de Acción de Gracias.
La inmensa sonrisa de Bush y las de los soldados que lo rodean dan pena. No sólo por los significados de la pena y por la estupidez del acto samaritano y propagandístico, sino porque el evento es, en sí mismo, cretino. Da pena, también, porque la noticia que redondea la charola y la carne de Bush, que aparece debajo de su fotografía, dice: "Decenas de soldados heridos llegan cada día a un hospital a Alemania. Ocho mil 200 evacuados desde marzo". Entre el pavo que comieron algunos de los sonrientes militares y la matanza de los agentes españoles transcurrieron menos de dos días.
Los conocedores afirman lo que era posible presuponer: el Bagdad de Bush, de Blair y de Aznar es menos seguro que el de su contrincante Hussein. Para los iraquíes, cualquiera con aspecto occidental es estadunidense y eso basta. La Tierra no calla imperecederamente ni olvida ilimitadamente. Por eso, ni el rencor ni el odio se detienen. Por lo mismo, las declaraciones de Bush, cuando habla de la victoria sobre Irak, sorprenden e irritan.
Es evidente que las apuestas iniciales de los tres líderes fracasan día a día, cadáver tras cadáver: ni fueron bienvenidos ni lograron domesticar a los iraquíes ni han podido instaurar un gobierno independiente y democrático en esa nación. El revés ha ido más allá: ha servido de acicate para atizar los fuegos. Tras la invasión, el odio hacia los extranjeros ha aumentado, la idea de nación se ha vigorizado e, incluso, muchos empiezan a alabar y extrañar al déspota Hussein. Políticamente no hay duda: a pesar de tener como rival a uno de los grandes sátrapas de la historia contemporánea, el trío se equivocó. Humanamente también erraron. En palabras de los iraquíes que mostraban su algarabía sobre los españoles asesinados: "Daremos nuestra sangre por Saddam".
La responsabilidad histórica y humana de Aznar, Bush y Blair es inmensa. Han sumido a Irak en la mierda y en ella han ahogado a sus tropas y a quienes en sus países los apoyan. No es ético y no debería ser plausible desmembrar un país y luego abandonarlo. No a su suerte, sino a la suerte que ellos heredaron. Tampoco es ético seguir ahí.
Poco o nada cavilaron los líderes occidentales y sus exégetas acerca de lo que sería el final de su guerra y el inicio de su paz. A estas alturas poco importa dónde están las armas biológicas del asesino Hussein y, acaso, si vive. Importa el insalvable intríngulis que deja el trío tras sus espaldas y el creciente número de féretros y amputados que cada día regresan a sus países de origen.
Es evidente que ética y política son encuentro imposible. Tan imposible que la mayoría de los políticos, en cualquier parte del mundo, son, a priori, seres carentes de moral -de tenerla no podrían ser políticos. Es evidente también que los políticos contemporáneos que rigen el mundo tampoco entienden ni entenderán lo que significa moral, individuo, nación y mundo. Comprender esos vínculos es exigir lo imposible. En Irak, el temor y el terror que sembró y heredó Saddam se ha transformado en odio a buena parte de Occidente y ven un renovado ardor por la Tierra que a nada bueno conducirá.
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