México D.F. Viernes 5 de diciembre de 2003
La clase obrera va al paraíso
Enrique González Rojo
(fragmento)
Una vez me enamoré de una trostkista.
Me gustaba estar con ella
porque me hablaba de Marx,
de Engels, de Lenin
y, desde luego, de León Davidovich.
Pero, más que nada,
porque estaba en verdad como quería.
Tenía las piernas más hermosas de todo el
movimiento comunista mexicano.
Su senos me invitaban a
mantener con ellos actitudes fraccionales.
Las caderas, que eran pequeñas, redondas,
trazadas por no sé qué geometría
lujuriosa,
lucían ese movimiento binario
que forma cataclismos en las calles populosas.
Un día, cuando me platicaba que:
''Lenin había visto con lucidez
que la época de los dos poderes llegaba a su fin",
yo le tomé la mano;
ella continuó:
''Pero el problema básico
era la concientización de los soviets".
Yo no despegaba los ojos de sus senos.
Un botón de audacia -meditaba-
y me vuelvo un hombre rico.
Y ella proseguía:
''Había que reforzar el papel de la vanguardia".
No me pude contener
y la estreché a mi cuerpo, con la boca de cada
poro mío
buscando otros iguales en su carne (...)
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