México D.F. Lunes 15 de diciembre de 2003
Hermann Bellinghausen
La casa de los mil cuartos
Las notas se disipan más de lo que al principio se alcanza a escuchar. Ramiro Penedes levanta la cabeza en un abrir de ojos, se lleva la mano a la nuca y se hace la pregunta no por previsible menos imprevista: "ƑDónde estoy?" Luego de un vistazo alrededor: "ƑCómo llegué aquí?" Tiene un catre bajo él. La habitación es pequeña pero una casa en sí misma. Una mesa con trastes y periódicos. Una estufilla de gas. Una anaquel con instrumentos de pesca deportiva. Otro con libros.
El catre es estrecho. Se retira la cobija de encima. ƑQué fue lo último que hizo anoche? Ramiro Penedes escruta su memoria fresca. ƑEn qué ciudad estaba al dormirme? No tiene memoria fresca. Todos los recuerdos que le vienen son antiguos.
Está vestido, pero no reconoce sus ropas. Podrían ser suyas, no obstante. Se sienta en la cama y sus pies tocan accidentalmente un par de zapatos, al parecer suyos. Se los calza y le vienen exactos. Camina hacia la mesa. Hay un pan. Arranca un trozo, que muerde como si no supiera hacerlo. ƑQuién vive aquí? Dos fotos en la pizarra junto a una breve nevera retratan personas desconocidas, en ropa de invierno y muy sonrientes. ƑLo despertó esa remota música, o el fin de su sueño? No siente cansancio. Una ventana pequeña da a un patio interior entre muros. Grises. Macetas con árboles enanos. Vira hacia la puerta entrecerrada y la abre. Da a otra habitación, más amplia pero a su vez amueblada como si fuera una casa en sí, ocupada por otra persona. Mujer, por lo visto, pues un brasier cuelga del fregadero.
Apenas se detiene. Cruza hacia la siguiente puerta, la abre sin dificultad. La música se aproxima. Alguien canta. Otra habitación similar. Cuando abre la nueva puerta ya sabe que encontrará otro cuarto amueblado, con catre, estufilla, nevera, palangana, mesa, trastes.
Pero al traspasar la puerta sucesiva, ésta da a un vasto hall iluminado por una vidriera en el techo que trasluce un sol como de las once de la mañana. La música parece provenir de un radio, o un fonógrafo.
Ramiro olvida su perplejidad, abandonado a los descubrimientos. En el hall hay cuatro puertas idénticas, una en cada muro, y todas entreabiertas. Se dirige a la que deja salir la música, naturalmente. Da a un comedor espacioso, con una mesa para diez o doce personas sin más encima que un vaso con cubiertos de aluminio y una bolsa de plástico transparente llena de sal. En un trinchador, un radio deja oir una canción de rock en un idioma desconocido. Podría ser maorí, coreano o polaco. Ramiro recapitula: ƑQué hago aquí? ƑDónde estoy? ƑCómo llegué?
Una claraboya, alta, es atravesada por un rayo de luz poderosísimo. Otra puerta al fondo. Otro cuarto amueblado, y así varias veces. Ramiro empieza a impacientarse. Sale a un pasillo. Cuadros. Escenas de cacería tipo siglo XIX. Un teléfono en una repisa de cedro. Descuelga. Da tono. Marca el número de su casa. No entra la llamada. Intenta su oficina. Una operadora automática, dice algo en lengua desconocida, quizá la misma de la canción en el radio.
"Esto parece un sueño", piensa para tranquilizarse. No, no lo parece. Camina hacia el extremo distal del corredor, donde una puerta de hierro con cristal traslúcido deja entrar un resplandor verde botella.
Repite la operación de abrir la puerta. Pero esta vez no lo logra. Tiene corrido un grueso pasador de hierro negro. No anda para miramientos, coge un bote con tres paraguas, tira los paraguas al piso y estrella el bote contra el cristal verde botella. Un caer de vidrios en añicos. Se inclina y asoma. Un jardín. Pero qué jardín.
"Estoy soñando", piensa sin convicción. Retira los trozos de cristal que no han caído, introduce la cabeza en el hueco, luego los hombros. En pocos instantes está del otro lado. El sol le pega en los ojos. Trata de acostumbrase al resplandor. Distingue calzadas y veredas entre la vegetación. Una fuente lejana, una estatua de Mercurio. Conforme avanza se percata de que está en un jardín inmenso, muy hermoso.
(La semana próxima: El jardinero.)
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