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México D.F. Lunes 15 de diciembre de 2003
Nuevo fracaso de la empresa, que ni con Hermoso de Mendoza consiguió media entrada
Jerónimo llenó de arte la Plaza México y de orejas el manirroto juez Balderas
LEONARDO PAEZ
Cuando la frivolidad empresarial pretende sustentar el espectáculo taurino en las habilidades de un rejoneador, el resultado no se hace esperar y el público se la piensa para volver a una función altamente predecible como lo es el toreo a caballo.
De ahí que en la séptima corrida de la temporada, con el caballista navarro Pablo Hermoso de Mendoza encabezando el cartel y el triunfador de la temporada pasada, José María Luévano, como primer espada, el público con trabajos haya llenado poco menos de media plaza.
Por otra parte, empeñados en criar un toro para el lucimiento de toreros sin técnica, la mayoría de los ganaderos se olvidan de un principio intemporal: para que un toro de lidia dé espectáculo debe transmitir al tendido una inocultable sensación de peligro, base de la emoción tauromáquica.
El ganadero Javier Bernaldo envió a la Plaza México ocho ejemplares muy bien presentados, pero sin casta, aunque con pitones y kilos, al grado de que en general acusaron exceso de peso y sosería, a excepción de la alegre embestida del segundo de Hermoso y los inicios de la lidia del segundo de Jerónimo.
Tras la lidia de los ocho toros, todavía el diestro gitano Javier Conde, recomendado de El Capea, decidió obsequiar un noveno astado de José María Arturo Huerta, que en su juego contrastó con los de Bernaldo de Quiroz. Pero cuatro horas y 45 minutos de "arte" taurino es poco menos que imposible.
Cuando se torea como lo hizo ayer el joven diestro hay que olvidarse de prestigios, de antigüedad de alternativa y de premios, para concentrarse en la esencia de todo arte: la interioridad e intensidad expresivas.
Con su primero, Piropo, tocado del pitón izquierdo, dejó una bella media verónica y con la muleta realizó un trasteo derechista a un astado que, como sus hermanos, llegó soso, débil y tardo. De pinchazo y entera desprendida despenó al burel, no sin antes escuchar un aviso.
Pero lo relevante de la tarde, lo que permanecerá como referencia de expresión torera, vino con Romancero (485 kilos), octavo de la tarde-noche, pues Jerónimo, encastado e inspirado, ejecutó en el tercio una luminosa jerónima, suerte de su creación en la que embarca al toro con el revés del capote, haciéndolo girar en la cara del burel. Luego vinieron cuatro verónicas aletargadas, de un temple inusual, rematadas con otra jerónima. Llevó al toro al caballo por dibujadas chicuelinas andantes, y remató con un manguerazo de Villalta preciso y cadencioso. Tras un tumbo, Jerónimo ejecutó una larga cordobesa de una lentitud inverosímil y de una armonía pictórica.
Desafortunadamente el ritmo y la intensidad de aquella obra fueron interrumpidos por la ineptitud de siete individuos para poner en pie al aporreado jamelgo. En cuanto lo lograron, Jerónimo plasmó sobre la arena cuatro chicuelinas de la más pura esencia mexicana, sin prisa, con limpio y delicado juego de brazos y con un sentido del tiempo al ejecutar la suerte, que ahí quedan a ver quién las mejora.
El alegre ejemplar todavía conservó recorrido en las tandas iniciales de derechazos interminables, así como en trincherazos, vitolinas, desdenes, molinetes invertidos y de pecho. Si bajó la intensidad de la faena fue porque apareció la sosería en Romancero. Una estocada entera, dos descabellos y un aviso hicieron que el amenazado juez Ricardo Balderas negara la oreja que el público demandaba para la torería, el sello y la transmisión de sentimientos de Jerónimo.
José María Luévano no aprovechó del todo el magnífico lado izquierdo de Cortesano, su primero, al que toreó exageradamente despatarrado por el derecho. Como no tuvo que descabellar ni escuchó ningún aviso, el juez soltó la primera oreja de la prenavideña función. Luego se descararía. A su segundo, Luévano permitió que lo castigaran de más, por lo que nada pudo hacer.
Javier Conde acusa los defectos y virtudes de los gitanos, así como los suyos propios. Apuesto, histrión, efectista y, de pronto, mágico; ceremonioso antes que ligador, siempre con un garboso, inusual juego de brazos, el hombre es más afecto a los detalles que a la estructuración. Con su primero, Torcazo, remató con un bello cambio de mano, pasándose el percal de la derecha a la izquierda, para salir andando de la suerte. Fue un poema. A su segundo le espantó las moscas y con el de regalo, vuelta al efectismo, a mirar al tendido y a recibir colonizada oreja por tan deficiente trasteo.
De Pablo Hermoso de Mendoza puede decirse que siguen prevaleciendo la extraordinaria doma de sus jacas y la ejecución de las suertes a la grupa, no al estribo, lo que no fue óbice para que Santaclós Balderas, contagiado del éxtasis masivo, soltara dos pueblerinas orejas.
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