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México D.F. Sábado 27 de diciembre de 2003
Vilma Fuentes
Los duendes leen Harry Potter
Por más que editores y escritores se arranquen los cabellos, no hay recetas para producir un best-seller. La ensalada de sexo, violencia, pasión y crimen, con su sazón de dinero, ambición, ajos, vampiros y sangre de tomate no funciona sino rara vez, pese a los mejores y más modernos estudios de mercado.
El best-seller no es parte de una serie, aunque pueda llegar a fabricarse en varios volúmenes. Tampoco es un libro necesariamente malo; puede ser excelente y, en ocasiones, una obra maestra. Sin caer en anacronismos, puesto que el concepto de best-seller en una invención actual, no puede olvidarse que El Quijote fue un éxito en su época y que los lectores del siglo XIX seguían con pasión las novelas editadas por partes en los periódicos de autores como Balzac, Hugo o Dumas.
Sin embargo, el bombardeo propagandístico actual tiende a imponer al mercado falsos best-sellers. Se miente sobre las cifras de venta, sobre las innumerables traducciones inexistentes, sobre las críticas elogiosas, cuando no se extrae un párrafo que, fuera de su contexto, se transforma en loa. Se murmura de los millones de dólares pagados como anticipo al autor. Herederos codiciosos intentan lanzar una segunda parte, como en el caso de Lo que el viento se llevó, desde una plataforma publicitaria digna de la NASA, que termina en estafa cuando los editores que compran los derechos a precios de oro se percatan de que no venden los ejemplares requeridos para pagar los mínimos gastos.
Pero si el best-seller puede ser apoyado por una buena campaña de publicidad, se lanza ante todo por el propio público gracias al viejo método, de apariencia confidencial, de boca en boca. Cabe preguntarse entonces si el best-seller corresponde a una necesidad de la época. La respuesta podría ser positiva sin que el libro en cuestión sea una obra maestra y pueda ser enterrado por el olvido en unos cuantos años.
Desde su aparición en inglés, hace ya cinco años, había oído hablar de Harry Potter. Pude leer en diarios y revistas más y más reportajes sobre la autora y sobre los libros que se sucedían narrando las aventuras del protagonista. Creí, al principio, que las cifras sobre las ventas de las novelas de su autora, J.K. Rowling, eran parte de un sistema de propaganda. Me equivoqué.
Mi primera sorpresa fue cuando escuché a mis dos duendes, Belphe y Azimuth (quienes se niegan a ir a la escuela por temor a convertirse en dioses y ser encerrados en una iglesia o cualquier otro género de templo), me informaron que ya tenían la lista de útiles para entrar a clases en Poudlard, un colegio de brujos. Mi asombro fue absoluto: Ƒqué necesidad tienen dos duendes que hacen uno estrellas y otro nubes de aprender magia? Poco a poco, al escucharlos, advertí que soñaban con ser visibles. Si Harry Potter podía volverse invisible, Ƒpor qué lo contrario no podría realizarse?
Mi segunda sorpresa fue cuando me decidí a leer los Potters como ya lo habían hecho otros millones de lectores en el planeta. La autora, aparte de poseer la cualidad de seguir el estilo realista de Dickens doblado por la magia de Lewis Carrol, consigue hechizar y hacer creer en un mundo imaginario en el que los milagros y la magia son posibles. Se me ocurrió entonces que tal vez, en un mundo donde pierden fuerza las creencias religiosas, la necesidad de lo irracional encontró una puerta en las aventuras de Harry Potter. Ademas, Harry vive en el mundo actual: maneja computadoras, marcas novedosas de varas mágicas, utiliza buhos como teléfonos celulares, automóviles volantes en vez de tapices.
Pero creo que también es esencial señalar que los Potters han formado una nueva generación de lectores. Porque entre uno y otro volumen de Potter, los niños leen a Dumas, a Salgari, cuentos de Las mil y una noches; Verne, Dickens, Twain. Y no sólo eso, muchos niños prefieren la novela escrita a la película. En todo caso, por ahora, la imagen aún no ha vencido a la escritura. Ni el crudo realismo a lo imaginario.
Por el momento, época navideña, Belphe y Azi enviaron sus cartas (verdaderos catálogos de juguetes) a Santaclós, pidiéndole, además, la publicación urgente de sus propias aventuras. Lo que yo no sé, como todos los padres, en un momento, es si siguen creyendo o no en Santaclós o algo esperan de mí viéndome de reojo como me ven.
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