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México D.F. Sábado 17 de enero de 2004

El tren de Venecia

Georges Simenon

Con autorización de Tusquets Editores, ofrecemos a nuestros lectores, a manera de adelanto, los pasajes iniciales de El tren de Venecia, novela de Georges Simenon que figura entre las novedades en español de este autor belga. En ocasión de los festejos por su centenario, el Museo Jeu de Paume de París presenta actualmente una magna exposición titulada L'Oeil de Simenon, integrada por la obra fotográfica que el escritor realizó, como fotorreportero, en los años 30 del siglo pasado, y de entre esas imágenes reproducimos una de ellas, también de la autoría de Georges Simenon, incluidas a su vez en el libro Album de una vida, que Tusquets también ofrece entre sus novedades en México

¿Por qué se le había quedado grabada la imagen de su hija? Esta impresión hizo que se sintiera algo incómodo, aunque no reparó en ello hasta que el tren de puso en marcha. Y, aún así, no fue más que una impresión fugaz que, tan pronto como nació, al ritmo del traqueteo del vagón, quedó absorbida por el paisaje.

¿Por qué Josée, y no su mujer o su hijo pequeño, si los tres estaban juntos bajo el sol y con aquel calor húmedo?

¿Tal vez porque la silueta de su hija desentonaba allí, en una estación, de pie frente a un tren a punto de partir? Tenía 12 años y era alta y delgada, de piernas y brazos todavía larguiruchos. Los baños en el mar y el sol de la playa habían dado a sus cabellos rubios reflejos plateados.

-No irás a acompañar a tu padre a la estación en bañador, ¿verdad? -le preguntó Dominique cuando se disponía a abandonar la pensión.

-¿Por qué no? Mucha gente sube al motoscafo en bañador. Y el motoscafo se para delante de la estación. Además, iremos a bañarnos, ¿verdad?

A Dominique, que llevaba pantalón corto, se le transparentaba el sostén por debajo de la camiseta a rayas que se había comprado en una callejuela bulliciosa, cuyo nombre había olvidado, y que estaba cerca de un canal.

¿Le turbaba acaso haber descubierto que a su hija empezaban a crecerle los pechos?

Todo aquello resultaba confuso, al igual que la luz de la mañana y que aquel vapor centelleante y cálido, que casi podía tocarse y que flotaba entre el agua y el cielo.

Todavía notaba en las extremidades y en la cabeza la vibración del barco que los había llevado desde el Lido, su movimiento regular sobre las largas y planas olas y las bruscas sacudidas cada vez que se cruzaban con otro barco.

Y, de pronto, la vista de Venecia irrumpió en aquel amanecer ya caluroso. Allí estaban las torres, las cúpulas, los palacios, San Marcos y el Gran Canal, las góndolas y, como era domingo, tañían las campañas en todas las iglesias, en todos los campaniles.

(...)

Sentado tan cerca de él que casi se tocaban, un hombre lo miraba de arriba abajo. ¿Estaba ya en el vagón cuando lo engancharon al tren de Venecia?

En realidad, Calmar no se formulaba preguntas concretas. Se limitaba a tomar nota mentalmente de todo sin querer, con cierta impaciencia, mientras contemplaba el andén bañado en la luz dorada, con el quiosco de periódicos en el extremo izquierdo de la imagen encuadrada por la ventanilla y, a ambos lados de éste, otras personas que esperaban, como su mujer y sus hijos, con la mirada fija en algún pariente o amigo.

No había ocurrido nada extraordinario. El tren debía partir a las 7:54, pero dos minutos antes un hombre de uniforme recorrió el convoy de arriba abajo para cerrar las puertas, mientras un mecánico pasaba de vagón en vagón golpeando aquí y allá con un martillo. Cada vez que tomaba el tren, Calmar asistía al mismo ritual, y siempre se preguntaba qué golpeaba aquel hombre de esa forma, pero después siempre se le olvidaba informarse.

El jefe de estación salió de su oficina con un silbato en la boca y, en la mano, un banderín rojo enrollado como un paraguas. De alguna parte salía vapor. En realidad no se trataba de vapor, puesto que el tren era eléctrico, pero, aunque lo fuera, igualmente limpiaba los frenos de todos los trenes con la misma agua a presión y las mismas sacudidas que antaño.

Por fin se oyó el silbato. Josée, que lamía un helado, un gelato, como ahora lo llamaba, levantó una mano en señal de despedida.

-Sobre todo, cuídate mucho y ve a comer a Chez Etienne -le recomendó Dominique.

Se refería a un restaurante que ambos conocían en el Boulevard des Batignolles, a dos pasos de su casa, y donde, según Dominique, la cocina estaba limpia y la comida era saludable.

Con el banderín rojo desplegado, el jefe de estación levantó el brazo, igual que Josée y Bib, que había empezado a imitar a su hermana.

El tren tenía que partir. El reloj marcaba las 7:55.

Sin embargo, el jefe de estación, ante el que se enfilaba el convoy, interrumpió su gesto y bajó el brazo, al tiempo que emitía una serie de silbidos breves e imperiosos.

El tren no arrancaba. La gente del andén miraba hacia la locomotora. Calmar se asomó, pero no vio más que otras cabezas asomadas como la suya.

-¿Qué sucede?

-No lo sé -contestó Dominique-, no veo nada raro.

Era delgada, aunque no tanto como su hija, e inclusive con pantalón corto aún tenía buen tipo. Ocultaba sus ojos azules tras unas gafas y, a diferencia de los niños, no había llegado a broncearse, sino que tenía la piel enrojecida por el sol.

El jefe de estación, en quien convergían todas las miradas, ya no parecía tener prisa. Con el banderín bajo el brazo, seguía mirando en dirección a la locomotora, sin impacientarse, esperando quién sabe qué. Parecía que la estación fuera una película súbitamente congelada en una imagen fija, en un simple fotograma en color.

Algunas manos no sabían qué hacer con el pañuelo que habían desplegado segundos antes. Las sonrisas de despedida se quedaban en suspenso y se tornaban muecas.

-¿Alguien que llega tarde? -preguntó una voz junto a Calmar.

-No lo sé. No veo correr a nadie.

El hombre, bajo y fornido, se levantó y dejó el periódico sobre su asiento.

-¿Me permite? -Su rostro y sus hombros aparecieron durante unos instantes en el marco de la ventana-. Con estos italianos, nunca se sabe...

(...)

Aún transcurrieron dos interminables minutos, durante los cuales todo el mundo estaba pendiente del displicente jefe de estación.

Por fin, un subjefe de estación que salió del despacho de puerta acristalada hizo una señal y el jefe tocó el silbato, aguardó unos instantes todavía y agitó el banderín. El convoy se puso en movimiento y parecía que el andén, con sus siluetas alineadas, se deslizara. Justin se asomó aún más mientras la figura de su hija iba haciéndose más y más pequeña y su bañador rojo se confundía poco a poco con todos los colores de la estación.

La luz del sol penetró con violencia en el compartimiento y los envolvió bruscamente junto con una bocanada de aire abrasador. Con un suspiro. Calmar bajó el estor de tela azul; éste se hinchó como una vela y se deslizó hacia arriba dos o tres veces antes de quedarse en la posición correcta.

Acababan de partir.

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