México D.F. Domingo 22 de febrero de 2004
MAR DE HISTORIAS
Cerrar y despedir
Cristina Pacheco
Fiel a su costumbre, Celso Antúnez llega puntual a su oficina. Se detiene ante el escritorio y mira su agenda abierta. Una sola línea cruza en diagonal la página correspondiente al jueves 8: "Inspeccionar la agencia 16".
Desde hace mucho su función dentro del sistema postal se reduce a hacer visitas sorpresivas a las sucursales. Cuando lo nombraron supervisor del distrito poniente nadie le advirtió que la encomienda afectaría tanto su salud. Al cabo de cinco años padece insomnio, tiene el estómago deshecho y miedo de tropezar con alguna de sus muchas víctimas. Si eso ocurriera, Ƒqué les diría?
Celso Antúnez mira el reloj y decide que no es el momento de presentarse en la agencia. Lo dejará para las cinco de la tarde. De ese modo a los empleados de la 16 les quedarán sólo treinta minutos para elucubrar acerca del motivo de su visita. Por supuesto, lo saben, o al menos lo imaginan; pero aun así desplegarán su imaginación para atribuirle razones menos crueles que su despido y la posible clausura del establecimiento.
Esa visión del futuro aviva el fuego en sus entrañas. De mal humor abre el cajón del escritorio y saca una tira de pastillas. Toma una y espera a que se disuelva en su boca. No siente alivio. No le extraña: sabe que el malestar se disipará sólo cuando termine la visita a la agencia que está en su mira.
Sus conclusiones lo hacen ver cuánto han cambiado las cosas. Hasta hace poco la perspectiva de una visita como la que hará hoy era un adelanto del placer que sentiría más tarde, cuando viera el revuelo que su aparición provocaba entre los empleados postales. Al verlo llegar, sus reacciones eran siempre las mismas: las mujeres se ordenaban el cabello y corrían a ocultar las hornillas y los platos con restos de comida dispersos entre los montones de cartas y paquetes. El jefe de turno abría el cancel para dejarle el paso libre hasta la oficina.
-Señor Antúnez: no sabíamos que iba a venir, nadie nos avisó...
El, posesionado de su papel de Inspector, contestaba magnánimo:
-Somos compañeros. šNada de etiqueta!- Echaba una mirada rápida a las ventanillas desiertas. -ƑCómo andamos?
Los empleados se consultaban unos a otros hasta que el jefe en turno respondía:
-Ya sabe usted cómo es este negocio: por la mañana, mucha gente; a mediodía baja el ritmo, pero después de las cinco šla carrera!
A veces, de acuerdo con los caprichos de su corazón, organizaba la junta de trabajo allí mismo; otras, decidía aplazarla para la tarde siguiente, sin importarle que los empleados permanecieran veinticuatro horas consumiéndose en la incertidumbre y el terror a verse sin trabajo, después de quince, veinte o más años de servicio.
Aunque en todas las agencias había un privado -reducido, gris, con una planta agonizando bajo la balastra de neón-, a Celso le gustaba hacer la junta en lo que llamaba "el alma de la agencia": entre las mesas llenas de latas con pegamento, sellos, cojines entintados, mazos de cordel y tijeras melladas. Era el escenario perfecto para recordarles a los trabajadores que él también había sido empleado postal; por el mismo, estaba en óptimas condiciones para entender sus esfuerzos y la importancia de las agencias 5, 8, 9...
ƑCuántas habían cerrado después de su veredicto? La pregunta lo obligó a cerrar de golpe la agenda. Tomó otra pastilla y se encaminó a la puerta. Sin ver a Juliana, su antigua secretaria, anunció que iba de una vez a la agencia 16. II
Con el pretexto de seguir las indicaciones de su médico, Celso Antúnez decidió caminar. El cielo azul ocultaba el rigor del invierno. Pensó en volver a la oficina para buscar su bufanda. Recordó que se la habían regalado "los compañeros" de la agencia 16 y optó por resistir el frío.
Mientras caminaba intentó diseñar su estrategia. No logró concentrarse: lo distraían la música y los pregones de los vendedores que atestaban la calle. El olor a comida le provocaba náuseas. Le urgía beber agua. Se acercó a un puesto. La vendedora, ocupada en distribuir sus mercancías sobre un armazón metálico, al oír el pedido se volvió para atenderlo. Enseguida lo reconoció:
-ƑUsted? šQué sorpresa!
Incrédulo, Antúnez deletreó el nombre de su antigua empleada:
-ƑRaquel Heredia?
-La Chachis. ƑRecuerda que así me decían mis compañeros de la agencia 9?
Celso maldijo su ocurrencia de caminar. En su mente apareció la pregunta que por años lo había torturado: Ƒqué iba a decirle a una de sus víctimas cuando por casualidad tropezara con ella? Todo, menos lo único que hubiera querido explicarles: "Las circunstancias, no mi voluntad, me convirtieron en verdugo". Raquel insistió y él, con el rostro encendido, respondió.
-ƑCómo no voy a acordarme? No hace tanto...
-Cinco años. Fuimos de los primeros en salir -precisó Raquel, sin énfasis-. Y usted, Ƒsigue de inspector?
Celso se mostró interesado en el aspecto de la calle:
-Aquí hay de todo...
-Maestros, ingenieros, médicos, bailarines, músicos, empleados como yo -precisó Raquel-. No me quejo. Gracias a esto no me morí de hambre.
-ƑCómo está su familia? -preguntó Celso para desviar el tema.
-Ya sabe cómo son esas cosas. Después que me liquidaron, Saulo y yo empezamos a tener problemas y acabamos separándonos. Pensé: "ƑQué hago? A mi edad, Ƒdónde van a contratarme? Ora sí que ni de piruja la hago"-. Raquel sonrió para demostrar que era una broma: -Con lo de la liquidación monté un tallercito de costura. Ya se imaginará: no gané clientes y perdí casi todo mi dinero. Entonces una vecinita me aconsejó que me saliera a la calle a vender. šY aquí estoy!
Celso levantó la mano, pero no logró impedir que Raquel siguiera describiéndole sus nuevas circunstancias:
-El comercio tiene una ventaja: no importa la edad ni si uno está bonito o feo. Pero se batalla mucho con los policías, los inspectores, los clientes, los raterillos, los compañeros-. Raquel bajó la voz: -En la agencia 9, cuando ponían fuerte el radio, yo le bajaba. Aquí no puedo: los vendedores de cintas y compactos tocan horas el mismo sonsonete y a todo volumen. Pero con todo y eso, no me quejo. A otros compañeros les fue peor.
-ƑAh, sí? -pregunta Celso, fingiéndose extrañado.
-šPues claro! Ahí tiene el caso de don Jesús. ƑNo lo recuerda? Era el flaquito que, cuando usted nos dijo que la agencia iba a cerrar, se soltó llorando-. Satisfecha, advirtió la expresión descompuesta de Celso: -šYa se acordó! Pues sus hijos, al verlo sin trabajo, lo metieron a un asilo. Le voy a escribir en un papelito la dirección para que lo visite.
-Haré lo posible.
-El pobre está muy deprimido. Cuando voy a verlo, para animarlo, exagero las dificultades de estar aquí: le hablo hasta de los puesteros que venden comida y tiran el agua grasienta a la calle, sin importarles que alguien pueda resbalarse. Con eso, don Chucho se alegra y me platica de cuando trabajábamos en la agencia 9. ƑHan cerrado otras?
Celso Antúnez mencionó su compromiso y, sin despedirse, se alejó. En medio del barullo apenas distinguió un chasquido y después su propio grito al caer. Inmóvil, perdió la noción del tiempo. Con los ojos cerrados, escuchó: "Fue un resbalón". "ƑEs sangre?" "La banqueta está llena de grasa". "No lo muevan". Celso recordó su visita a la agencia 16. Intentó levantarse. Al abrir los ojos vio a Raquel sonriente, observándolo. Tuvo tiempo de pensar en que ya no cerraría nada ni despediría a nadie. Para él llegaba el momento de cerrar los ojos y despedirse del mundo.
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