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México D.F. Domingo 22 de febrero de 2004
Bárbara Jacobs
El abrelatas, el lápiz y el atornillador
ƑQué decía? Más o menos que cuando un autor establece su lugar en el mundo de las letras deja de importar que otros lo reconozcan o no, así como que, una vez muerto, le rindan homenajes o no. ƑPor qué es esto así? Porque los lectores de ese autor que supo encontrar su rincón en el universo se encargan de rendirle permanentemente honores, leyéndolo y recordándolo. O es mi caso con Julio Cortázar, abrelatas de mis propios principios y acompañante infaltable en mi vida de escritora adulta, que ya pesa. Pero antes yo no habría podido decir nada de esto; antes, digo, de haberlo conocido por primera vez; es decir, leído por primera vez, cosa que había tenido lugar años atrás. Antes, en todo caso, del domingo en que caminando con un Julio, sociólogo, por la Alameda, éste señalara a un señor que caminaba unos pasos más adelante que nosotros, que nos dirigíamos, como sin duda hacía él a su vez, al cine Regis, a ver El ciudadano Kane.
"Es Monsiváis", me informó; "a él le puedes pedir las señas de Cortázar". Así que, aun cuando yo ya tenía unos 22 años, corrí hacia Monsiváis; me le apersoné; tuvo que detenerse y levantar la cara. A ver quién interrumpía de esa manera brutal su paseo, o quién irrumpía de esa manera incauta en sus reflexiones y que, sin si quiera presentarse, abruptamente le pedía el número de teléfono y la dirección de Cortázar. Inmutable, me invitó a llamarlo al día siguiente a sus oficinas en Siempre!, ya que desde ahí me podría dar lo que le solicitaba.
Es que todavía más tiempo atrás, como decía, un martes de mañana caminaba por las calles de San Angel Inn con otro Julio aún, cineasta, cuando me preguntó si ya había leído Rayuela, de Julio Cortázar. Para entonces, yo había leído ciertamente muchos libros y a muchos autores, en medio de un desorden que ahora me asombra que no me haya enloquecido, o eso creía yo; pero no; a Julio Cortázar, no; no su Rayuela. "Pues debes leerlo", me amonestó; "sólo que debes hacerlo al mismo tiempo que leas a Augusto Monterroso y su Oveja negra (y demás fábulas); Ƒo éste sí lo conoces?" Con vergüenza, confesé que no; que tampoco. Fundamenté mi ignorancia declarando que, en cambio, era difícil que me preguntara si yo había leído a tal o cual clásico de lengua inglesa o francesa, y yo lo negara, pues éstas eran mis lecturas en aquellos años.
Sucedió que de San Angel Inn corrí a la librería Gandhi, que, sí, acababa de inaugurarse. De un jalón adquirí tanto Rayuela como las Fábulas de Monterroso, y me encerré en mi cuarto a leerlos. Salí otra. El Abrelatascortázar se había mezclado con el Atornilladormonterroso, y la libertad que yo creía reconocer en Rayuela no era otra cosa que una literatura atornillada, como, de igual modo, las Fábulas de Monterroso, que me parecieron una literatura atornillada, lo eran, sí, pero sólo mientras uno no supiera que, antes de serlo, había sido una literatura abrelatas.
De la mano de los dos, Cortázar y Monterroso, šaprendí español! Salí corriendo a informar a los dos Julios y a agradecerles y a llorar ante ellos de emoción por el abrelatas y el atornillador que habían puesto a mi alcance para siempre. "A todo esto -me preguntó uno de los dos Julios-, llamaste a Monsiváis?"; "ƑCómo sabías que debía leer a Monterroso al mismo tiempo que a Cortázar?", pregunté a mi vez al otro. Lo cierto es que a partir de ese encuentro entre el abrelatas y el atornillador, los textos que yo escribía iban a parar al cajón sin fondo que todo escritor incipiente debe tener. Lo mío que me había parecido valioso por libre asociación de ideas que era, una vez atornillado, se convirtió en polvo; y lo reflexionado y justo que escribía, no bien sometido al abrelatas, se desbarataba. ƑEn dónde estaba el secreto? ƑCómo alcanzarlo? Que existía, no me cabía duda. ƑO qué eran, de verdad, Monterroso y Cortázar?
Pasaron no sólo muchos días de esta iluminación desbordante antes de que, por fin, al lado de Monterroso, conociera en México a Cortázar. Fue durante una comida de políticos y, aunque Cortázar y Monterroso se habían carteado un par de veces, ésa era la primera ocasión en que se conocían cara a cara. "Che", propuso uno de los dos al otro; "jalemos dos sillas y conversemos lejos del mundanal ruido''. Así que jalamos tres sillas y nos sentamos, ellos a conversar, y yo a escucharlos. Lo hicimos debajo de una escalera, casi a prueba de mundo. Y lo que yo, por mi parte, puse a disposición de la plática fue el lápiz de mis cinco sentidos y la libreta vibrante de mi memoria para escuchar cuanto los dos colegas y amigos pudieron decirse antes de que la segunda mujer de Cortázar lo buscara a gritos y Cortázar, sumiso aunque molesto, tuviera que despedirse de Monterroso, pero, por fortuna, sólo hasta un próximo encuentro, que tuvo lugar, y no aislado, pues le siguieron muchos, incontables y todos anecdóticos, internacionales, en la Nicaragua sandinista, con Carol; en París, de nuevo con Aurora, captados con el lápiz del que hablé sobre la libreta de la que hoy arranqué estas hojas que son, por suerte, vastas y fieles.
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