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México D.F. Martes 2 de marzo de 2004
Teresa del Conde
Museo Cuevas: Variantes
Ir al museo Cuevas puede ser una odisea o una pesadilla por el bloqueo de la calle de Correo Mayor, a la que se accede generalmente por Moneda. Así que se deben tomar vías alternativas. En esa zona de mucha importancia cultural y artística hay otros museos y edificios que merecen visita, como el Colegio de Cristo, la Iglesia de la Enseñanza, flanqueada por el decimonónico palacio de los tribunales; San Ildefonso, que sí es un gran museo, el Instituto de Geografía, etcétera.
Y no digamos la Casa de la Primera Imprenta, el Museo del Arzobispado, el Centro de Estudios sobre la UNAM, donde aún es posible acceder sin peligro de quedar lesionado por una motocicleta, un diablito o por las hordas de personas que se precipitan a los puestos ambulantes.
Se debe tener cuidado con la cara, porque uno se expone a quedar tuerto debido a la posible penetración de objetos punzantes, como paraguas. El ambulantaje hace pensar que quizá hayamos perdido esa preciosa zona de la ciudad, con todo y los esfuerzos hechos y por hacerse, para siempre. Ojalá no sea así.
Llegar al museo Cuevas fue un logro, pero debo decir que la muestra Variantes. Ocho pintores II, me pareció reiterativa. Eso se debe a la índole del proyecto, que tiene doble filo, porque significa de parte de Isaac Masri (odontólogo y activo promotor cultural) un medio de fomentar las artes, sobre todo pintura y escultura. Pero a la vez se percibe la tónica de ''empresa".
Aclaro, antes de seguir, que los ''nopales urbanos" me parecen en su mayoría horribles y funestos; en cambio, esta muestra tiene piezas de muy buen nivel.
Variantes se corresponde con el título. Los cuadros, todos abstractos o semi-abstractos, muestran en primer término el estilo inconfundible de sus autores salvo quizá en el caso de Manuela Generali, con una excepción por su parte, pues repitió la inconfundible proa de un barco que corresponde al filme La nave va y que uno puede cotejar con la pintura de su autoría que está expuesta en las colecciones del ex Arzobispado.
Tres pintores, Gabriel Macotela, Francisco Castro Leñero y Miguel Angel Alamilla, realizaron eso: variantes. Algunas tan afortunadas como las de los dos últimos, otras un poco o mucho abusadas, como las de Macotela, cuyo cuadro Fábrica II destaca entre los que son excesivamente semejantes unos a otros o a obras anteriores que de sobra le conocemos. Lo contrario sucede con los siete cuadros de Alamilla, porque en conjunto integran una sola obra, sin detrimento de que puedan funcionar como piezas independientes. Utilizó una misma paleta, como si compusiera una melodía y estableciera variaciones pictóricas de tipo Liszt sobre Paganini armadas en tonos de azul con una zona negra que establece el contrapeso.
Quizá, como conjunto, éste sea de los dos mejor logrados; el otro corresponde a las retículas de Francisco Castro Leñero, cuyos desfases de espacio siempre procuran observación detallada y gusto llamémosle matemático, en buena medida por sus distribuciones cromáticas pero más aún por las sutiles diferencias en el tamaño de sus recuadros o bien por el efecto reflejo producto de un planteamiento y una plantilla que lo invierte, como sucede en Juego de simetría.
Otros pintores optaron por no integrar serie: Irma Palacios lo hizo a medias, convocando sus ''escrituras", pero a la vez avanzando una nueva modalidad mediante uno de los cuadros que abren la exposición: Azul de luna, que explora el efecto claro sobre claro, hasta el blanco puro.
Hay algo que es común a varios de estos pintores: sus armonías cromáticas privilegian el siena, el ocre, los blancos que no son tales debido a mezclas de otros colores, las tenues combinaciones de amarillo con rosado, las gradaciones de gris, los tonos verdosos. Al respecto, hay una excepción. Ilse Gradwhol utilizó un carmín algo oxidado en degradación que parte del extremo superior de la pieza al inferior en una de sus Naturalezas muertas (la II). Junto está un cuadro de Alfonso Mena Pacheco en el que un estallamiento de rojo puro hace ver la diferencia con el rojo de Gradwhol y con otro cuadro de ella en el que recreó un apretado manojo de rosas rojas sin representar más que sus colores superpuestos y la esencia gráfica de sus formas. Un cuadro muy inteligente que corresponde a la número XII. No obstante, mi preferido es el VIII. Entre una sala y otra se ubicaron cuadros que no son visibles debido a la casi ausencia de luz. Y uno es audaz y atípico: Semejanza, de Mena Pacheco.
De Gilda Castillo, quizá el mejor es Danza; ostenta la efigie fantasmática de un animal y una cinta de Moebius.
La exposición es buena, pero excesiva y eso produce monotonía. Se adivina que era necesario exhibir el mayor número posible de obras. Un curador profesional no hubiese admitido eso.
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