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México D.F. Martes 2 de marzo de 2004
LA MANO DE WASHINGTON
De
acuerdo con la información disponible, y tomando en cuenta los antecedentes
golpistas de la política exterior estadunidense en América
Latina, la salida del poder del ex presidente Jean Bertrand Aristide fue
provocada por un golpe de Estado urdido en las esferas del poder de Washington,
en el cual participaron el embajador estadunidense en Puerto Príncipe,
James Foley; el secretario de Estado, Colin Powell; el presidente George
W. Bush; el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, y la consejera presidencial
de Seguridad, Condoleezza Rice. Según su propio testimonio, Aristide
fue secuestrado en su residencia, en la noche del sábado al domingo,
por efectivos militares estadunidenses; obligado a abordar, en compañía
de su familia, un avión enviado por Rumsfeld horas antes, y trasladado
a la República Centroafricana, donde permanecía, hasta ayer,
bajo custodia de efectivos franceses y centroafricanos, en un régimen
parecido al arresto. El relato concuerda con las operaciones injerencistas
tradicionales lanzadas por Estados Unidos en diversas naciones del hemisferio
a lo largo del siglo pasado, con el intervencionismo evidente con que la
Casa Blanca venía operando ante la crisis haitiana y con la manifiesta
antipatía del gobierno republicano de Bush hacia el ex cura salesiano.
En retrospectiva y a la luz del golpe de Estado urdido a la postre por
Washington, ahora puede adivinarse quién armó, financió
y dirigió a los ex tonton macoutes que se sublevaron contra
Aristide y crearon las condiciones para la incursión de los marines.
Ciertamente, Aristide dista mucho de haber sido un buen
mandatario, y sería improcedente desconocer los múltiples
señalamientos sobre su tendencia a la corrupción, su manera
facciosa de ejercer el poder, sus alianzas con los remanentes paramilitares
del duvalierismo, sus maniobras antidemocráticas, las violaciones
a los derechos humanos perpetradas por su gobierno y su ceguera ante el
desastre social y económico del que nunca ha salido la sociedad
haitiana. Pero los errores y las ilegalidades cometidas por el ex presidente
del país más pobre del hemisferio empequeñecen ante
la criminal injerencia de Washington en la nación caribeña,
intervención injustificable, violatoria de la constitucionalidad
de Haití, de la legalidad internacional y hasta de las normas legales
vigentes en Estados Unidos.
No debe perderse de vista que la activa participación
del gobierno de Bush en este nuevo episodio trágico de la primera
república negra del mundo no va a beneficiar en nada a los haitianos,
porque, si el régimen de Aristide era indefendible, lo que puede
esperarse de los paramilitares y asesinos que ayer entraron en desfile
triunfal en Puerto Príncipe, con la venia de los marines enviados
por el Pentágono, es llanamente aterrador: la perspectiva que se
abre ahora, con todo y la bendición del Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, de Francia, Canadá y la Unión Europea, es
la recomposición de un duvalierismo golpista no menos corrupto que
los gobiernos de Lavalas, pero sí mucho más sangriento, autoritario
e intolerante.
No puede dejar de mencionarse la grave responsabilidad
que atañe al gobierno de Francia en este atropello injustificable
al derecho de los haitianos a la autodeterminación. Da la impresión
que el gobierno de Jacques Chirac ha encontrado, al asociarse con Bush
en esta aventura injerencista en su ex colonia, una vía de reconciliación
con Estados Unidos para superar las diferencias surgidas entre ambos países
a raíz de la guerra contra Irak emprendida por Washington.
Los haitianos merecen, sin duda, la más amplia
cooperación internacional y la asistencia en materia económica,
social y política, pero antes que nada tienen derecho a ejercer
su soberanía nacional, y ésta debe ser restituida de inmediato.
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