México D.F. Sábado 6 de marzo de 2004
Gustavo Gordillo
Donde dije digo, digo Diego
Las reformas económicas y políticas realizadas durante la pasada década y media en América Latina han agotado ese poder de convocatoria que provenía de la crítica a los viejos modelos populistas. Es importante recordar que en ese periodo ocurrieron cambios en los procesos tradicionales de elaboración y establecimiento de políticas públicas. Estos cambios desmantelaron parcialmente la estructura corporativa y patrimonial por medio de la privatización, la apertura y los procesos de desregularización, pero también agudizaron la corrupción, la fragmentación social y la ya de por sí débil institucionalidad.
Sin embargo, los efectos de estos cambios se deben a la omnipresencia de una cultura autoritaria y la falta de una acción ciudadana sistemática y colectiva para avanzar hacia un tipo de administración conjunta, genuina y corresponsable de los programas y políticas públicas. Esto no significa que haya ausencia de irrupciones populares. Por el contrario, lo característico ha sido un alto grado de movilización social en casi todos los países de esta región. Más todavía en varios países han llevado a lo que Luis Maira ha llamado "la revocatoria social de los mandatos presidenciales".
Lo que no ha ocurrido hasta ahora es la articulación entre acción colectiva y reforma institucional.
La ausencia de ese vínculo está sin duda en el origen de una espiral de desencuentros entre el Estado y la sociedad. Esta ausencia tiene una doble significación: por una parte, las movilizaciones sociales suelen ser irrupciones descoordinadas, antes que una acción ciudadana deliberada. Hay aquí fallas en la cohesión de la propia sociedad y debilidad de una cultura cívica que, además de ejercer derechos, también asume obligaciones.
Por otra parte, los reflejos de los aparatos estatales tienden a ser reactivos y de corto plazo. Como lo expresó recientemente Joaquín Estefanía: "Hay ahora en América Latina una crisis de estatalidad, los llamados estados ausentes, aquellos que no son respetados por la parte superior de la sociedad -por quienes, por ejemplo, no pagan impuestos- y que no llegan a la parte inferior: los llamados ciudadanos invisibles".
La superación del autoritarismo puede convertirse en la prueba de fuego para resolver el complejo entramado de esta serie de desencuentros entre la sociedad y el Estado que tiene, entre otras consecuencias prácticas, el agravamiento de las desigualdades.
El autoritarismo en el diseño y manejo de las políticas públicas presenta ramificaciones sumamente negativas aun en condiciones de alternancia política:
a. Una reducción significativa en el potencial de las políticas públicas como catalizadoras del esfuerzo productivo de la sociedad.
b. La tradicional acción discrecional, que determina las diferencias en el acceso a los recursos públicos.
c. La tendencia a establecer políticas únicas para una conjunto de realidades productivas diferentes, producto de un fuerte centralismo político, lo que reduce y distorsiona los instrumentos de desarrollo.
d. La sobrevaloración del mercado político y la lógica corporativa que promueve una dinámica en las redes de poder regional contraria al desarrollo de mercados y a las iniciativas de los productores.
El resultado de este bloqueo en la consolidación institucional y la profundización de la desigualdad social es un marcado carácter pro-cíclico de las políticas fiscales que agudiza la inestabilidad económica y el devaneo entre programas populistas y ajustes ortodoxos.
La fragmentación de las representaciones políticas y sociales, a su vez, impide el florecimiento de sistemas de partidos estables; limita el horizonte de las coaliciones gubernamentales y es una permanente fuente de desorden que invita a nuevas soluciones autoritarias.
En pocas palabras, el autoritarismo es un obstáculo central para la creación y puesta en práctica de políticas públicas que atiendan la desigualdad social, promuevan la reactivación económica de nuestras sociedades y cultiven una cultura ciudadana.
Por ello, el debate sobre las reformas institucionales y las alternativas frente a los modelos autoritarios en el manejo de las políticas públicas ocupa el primer lugar de la agenda. Se trata de una rectificación -conocida por algunos como "segunda generación de reformas", que no es otra cosa que poner al Estado nuevamente en el centro.
En algunos círculos de poder, sin embargo, poner al Estado en el centro y atender las demandas sociales de los ciudadanos pareciera una combinación explosiva, conocida frecuentemente como populismo. Digamos que es como el cajón de costura de la abuelita: una simplificación en la que cabe todo y que, por ende, convoca a diversas teorías conspiratorias.
Por ello es importante plantear a qué nos estamos refiriendo y discernir en el momento actual sobre los fenómenos, las políticas y las actitudes públicas que indican, así sea provisoriamente, una modificación en la inercia del Estado latinoamericano.
Un historiador argentino, Luis Alberto Romero, al hablar de su país afirmó con agudeza lo que podría ser visto como una recomendación a otras naciones latinoamericanas. Lo esencial es recuperar un "piso de funcionamiento del Estado" y añade que la primera tarea es volver a poner en pie al Estado y establecer una relación virtuosa entre éste y la sociedad. "Desde lo grueso hasta lo mínimo".
Tomás Eloy Martínez pondera el cada vez más frecuente señalamiento de una emergencia del populismo en América Latina y encuentra también un fenómeno diferente: "Han empezado a nacer aquí y allá movimientos en torno de líderes de izquierda o centroizquierda cuya base de apoyo son las clases medias y que se muestran inclinados hacia formas novedosas de liberalismo económico. Es un fenómeno que nada tiene que ver con el peronismo de 1950 o con el Estado Novo brasileño de 10 años antes... Ahora se trata de gobiernos previsibles hacia afuera y sorpresivos hacia dentro, en los que se hace más de lo que se dice y se reprime menos de lo que se disuade."
Observo en esa misma dirección elementos en común en los estilos de gobernar de al menos tres países: Brasil, Chile y Argentina. Los tres ejercen el poder ejecutivo con mayorías parlamentarias precarias y coaliciones políticas inestables. Se ven interpelados por medios de opinión pública más incisivos debido a su mayor autonomía. Las sociedades desencantadas con ciertas formas de acción política ejercen fiscalización y, en el límite, se movilizan. Su momento es de decisiones duras de cara al pueblo.
Por ello sus presidentes son grandes administradores del tiempo político. Sea la reforma del sistema de pensiones, la reforma fiscal, las negociaciones con el Fondo Monetario Internacional o con los poderes corporativos tradicionales, el balance entre las exigencias justas de las víctimas de la era dictatorial y la normalización de las relaciones con el ejército. En este manejo del tiempo político cuenta el sentido del rumbo, la construcción de consensos y el correcto ritmo de establecimiento.
El manejo del tiempo político es precondición para una auténtica reforma del Estado, para un consistente desmantelamiento del autoritarismo sin desgarramientos sociales o desarticulación institucional. Se trata de rectificar una forma de hacer política que sustentó todo, o casi todo, en el golpe efectista o en la cirugía mayor.
|