GARROTES Y
ZANAHORIAS
Marca
distintiva de la trayectoria económica de México en el
último cuarto de
siglo es el reducido aporte de la acumulación de capital al
crecimiento. Factor clave del problema es la estrategia de desarrollo
seguida en este periodo. En un contexto en el que la política
económica
se diseña en función de difusos objetivos de
competitividad
internacional, conviene recordar que ella carece de sentido
estratégico
si no se basa en ganancias sostenidas de productividad. Dado que es por
su conducto que los progresos tecnológicos se incorporan al
sistema
productivo, la inversión es uno de los medios por excelencia
si no es
que incluso el medio por excelencia para elevar la productividad
global de los factores que constituyen la actividad económica.
En
los últimos 20 años, al tiempo que la economía
mexicana emprendió la
búsqueda de una inserción de nuevo tipo en los mercados
mundiales, las
posibilidades de crecimiento y desarrollo tendieron a estar cada vez
más determinadas por la disponibilidad de mayores acervos de
capital
físico y humano. No obstante, el colapso del coeficiente de
inversión
con respecto al producto interno bruto (PIB) en la década de
1980 y su
bajo nivel desde la de 1990 ocasionan fuerte rezago tanto respecto a
sus tendencias históricas como en relación con otros
países de
desarrollo comparable.
La
inversión bruta interna de México alcanzó su
máximo nivel entre 1979 y
1981, con un promedio anual de 25 por ciento respecto al PIB. De 1982 a
1988 cayó a sus niveles más bajos desde 1940. Entre 1989
y 1994 observó
una recuperación relativa, pero se mantuvo debajo de su pico
histórico.
En 1995-96 cayó a 18 por ciento, y su promedio se elevó a
23.5 por
ciento de 1997 a 2000. Durante el actual gobierno su nivel es menor y
ligeramente declinante: entre 20 y 21 por ciento. Con el fin de
ponderar estas cifras, recuérdese que los países de
crecimiento
dinámico (como China y los del Pacífico asiático)
mantuvieron en las
últimas dos décadas coeficientes de inversión
promedio superiores a 33
por ciento del PIB.
Tal
rezago es factor central del deterioro ocurrido en el doble plano del
bienestar y del desarrollo productivo en el país. Después
de un ciclo
completo de reformas estructurales y políticas, revertir este
patrón de
comportamiento se ha convertido en prioridad nacional. Se trata de una
tarea cuyo efectivo cumplimiento tiene una condición que tal vez
esté
lejos de ser en sí misma suficiente, pero que sin duda es
necesaria e
impostergable: acelerar la acumulación de capital físico
y humano. No
parece haber alternativas más viables para compatibilizar los
imperativos de la integración mundial de la economía (es
decir, su
"globalización") con las necesidades del desarrollo productivo
con
equidad.
Contrariamente
a lo que se cree en medios gubernamentales e incluso empresariales, la
formación de capital no se va acelerar de manera
espontánea ni su
impulso fundamental puede ser confiado a la inversión
extranjera. Como
muestra la experiencia de numerosos países, incluyendo el
nuestro,
liberalizar mercados y cruzarse de brazos esperando resultados
providenciales ("la recuperación de Estados Unidos") no
soluciona el
problema. Los primeros a quienes hay que convencer para que inviertan
en México son los empresarios nacionales. Para ello es necesario
tener
un programa nacional de inversiones donde el gobierno participe de
manera activa, creando infraestructuras, garantizando servicios de
calidad, financiamiento bancario y certidumbre legal, estimulando la
formación de capital privado en actividades no tradicionales que
contribuyan a la integración del aparato productivo y del
territorio (y
no a su polarización, como ocurre ahora). Revalorar el mercado
interno
no significa volver a cerrar la economía, sino volver a poner en
marcha
nuestro propio motor de crecimiento §
|
|