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3 de mayo de 2004
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GARROTES Y ZANAHORIAS

Marca distintiva de la trayectoria económica de México en el último cuarto de siglo es el reducido aporte de la acumulación de capital al crecimiento. Factor clave del problema es la estrategia de desarrollo seguida en este periodo. En un contexto en el que la política económica se diseña en función de difusos objetivos de competitividad internacional, conviene recordar que ella carece de sentido estratégico si no se basa en ganancias sostenidas de productividad. Dado que es por su conducto que los progresos tecnológicos se incorporan al sistema productivo, la inversión es uno de los medios por excelencia ­si no es que incluso el medio por excelencia­ para elevar la productividad global de los factores que constituyen la actividad económica.

En los últimos 20 años, al tiempo que la economía mexicana emprendió la búsqueda de una inserción de nuevo tipo en los mercados mundiales, las posibilidades de crecimiento y desarrollo tendieron a estar cada vez más determinadas por la disponibilidad de mayores acervos de capital físico y humano. No obstante, el colapso del coeficiente de inversión con respecto al producto interno bruto (PIB) en la década de 1980 y su bajo nivel desde la de 1990 ocasionan fuerte rezago tanto respecto a sus tendencias históricas como en relación con otros países de desarrollo comparable.

La inversión bruta interna de México alcanzó su máximo nivel entre 1979 y 1981, con un promedio anual de 25 por ciento respecto al PIB. De 1982 a 1988 cayó a sus niveles más bajos desde 1940. Entre 1989 y 1994 observó una recuperación relativa, pero se mantuvo debajo de su pico histórico. En 1995-96 cayó a 18 por ciento, y su promedio se elevó a 23.5 por ciento de 1997 a 2000. Durante el actual gobierno su nivel es menor y ligeramente declinante: entre 20 y 21 por ciento. Con el fin de ponderar estas cifras, recuérdese que los países de crecimiento dinámico (como China y los del Pacífico asiático) mantuvieron en las últimas dos décadas coeficientes de inversión promedio superiores a 33 por ciento del PIB.

Tal rezago es factor central del deterioro ocurrido en el doble plano del bienestar y del desarrollo productivo en el país. Después de un ciclo completo de reformas estructurales y políticas, revertir este patrón de comportamiento se ha convertido en prioridad nacional. Se trata de una tarea cuyo efectivo cumplimiento tiene una condición que tal vez esté lejos de ser en sí misma suficiente, pero que sin duda es necesaria e impostergable: acelerar la acumulación de capital físico y humano. No parece haber alternativas más viables para compatibilizar los imperativos de la integración mundial de la economía (es decir, su "globalización") con las necesidades del desarrollo productivo con equidad.

Contrariamente a lo que se cree en medios gubernamentales e incluso empresariales, la formación de capital no se va acelerar de manera espontánea ni su impulso fundamental puede ser confiado a la inversión extranjera. Como muestra la experiencia de numerosos países, incluyendo el nuestro, liberalizar mercados y cruzarse de brazos esperando resultados providenciales ("la recuperación de Estados Unidos") no soluciona el problema. Los primeros a quienes hay que convencer para que inviertan en México son los empresarios nacionales. Para ello es necesario tener un programa nacional de inversiones donde el gobierno participe de manera activa, creando infraestructuras, garantizando servicios de calidad, financiamiento bancario y certidumbre legal, estimulando la formación de capital privado en actividades no tradicionales que contribuyan a la integración del aparato productivo y del territorio (y no a su polarización, como ocurre ahora). Revalorar el mercado interno no significa volver a cerrar la economía, sino volver a poner en marcha nuestro propio motor de crecimiento §


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