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México D.F. Viernes 7 de mayo de 2004
Horacio Labastida
5 de mayo de 1862
El glorioso acontecimiento registrado el 5 de mayo de 1862 en los cerros de Loreto y Guadalupe, a orillas de la ciudad de Puebla, es hoy un símbolo nacional y universal de cómo los pueblos débiles, casi desarmados y desposeídos de armamentos sutiles pueden vencer la barbarie militar y las técnicas asesinas de los poderosos, si juntos, conscientemente, lo deciden y llevan a cabo.
La caída de la burguesía real en Francia representada por Luis Felipe, durante la revolución de 1848, abrió las puertas a Carlos Luis Napoleón Bonaparte o Napoleón El Pequeño, según la merecida adjetivación de Víctor Hugo a la presidencia de Francia bajo la constitución de aquel año, cuidadosamente comentada por Paul Bastid en su obra Doctrines et institutions politiques de la Seconde Republique (París, Hachette, 1945, 2 vs.). Y a partir de esta crisis, el ambicioso hijo de Luis Bonaparte, hermano de Napoleón I, y de Hortence de Beauharnais, organizó un autogolpe de Estado, disolvió el Parlamento, destruyó la recién nacida República Francesa y se hizo coronar por sí y para sí, con la complicidad de altos militares y destacados burgueses, como emperador de los franceses en un confuso, agitado y desilusionante año de 1852.
El histriónico personaje sólo recogió del Corzo, triunfador de Italia y Egipto y derrotado en Rusia por las tropas del general Kutuzov (octubre-noviembre de 1812), así como del célebre 18 Brumario (9 de noviembre de 1779), los disfraces y las máscaras de aquellos escenarios históricos y nunca el diabólico genio que los inspiró para separar a Francia de la verdadera democracia convocada por los conspiradores del Manifiesto de los iguales (1796). El naciente napoleoncito, aconsejado por financieros, generales e industriales que heredó de la generación luisifilipense, se apercibió dueño de la capacidad de realizar el imperio soñado por las elites francesas antes de Waterloo (1815).
En esa situación cayó de perlas al nuevo emperador el acuerdo tomado por Juárez sobre la suspensión del servicio de la deuda exterior. La defensa del orden constitucional de 1857 contra los conservadores en la Guerra de Tres Años (1858-61), junto con los efectos desastrosos del resurgimiento de Santa Anna hacia 1853, hundieron al país en la ruina. Las razones de Juárez eran inobjetables, pero en el testuz de Carlos Luis Napoleón y sus íntimos surgió de inmediato un atrayente panorama. Hacerse de las riquezas naturales de México, descritas de manera exaltada por Alejandro de Humboldt (1769-1859) en su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España (México, Porrúa Hermanos, 1965), con ayuda de la corona de sombras de Maximiliano; y el asociarse con esclavistas y confederados del sur estadunidense para desquiciar el creciente poderío del Tío Sam, resultaban fascinantes y acariciados proyectos en el trono parisino. Con labia fácil estimuló las tentaciones de Francia y España al celebrar con ellas el Tratado de París (1861), en el cual los tres reinos comprometíanse a ocupar México, administrar sus aduanas y a tomarse de la hacienda pública hartos tesoros para cobrarse los respectivos créditos. Ya en las costas mexicanas, Inglaterra y España descubrieron las mañosas trampas pergeñadas por los funcionarios franceses, regresaron sus barcos a Europa, y Napoleón solo, con sus mejores fuerzas militares, dio inicio a la invasión hasta enfrentarse con el Ejército de Oriente, comandado por Ignacio Zaragoza.
La indudable inteligencia de una estrategia cuidadosamente preparada originó aquel heroico 5 de mayo. La soberbia gala, cuyos inútiles ataques en Loreto y Guadalupe concluyó en la retirada de los agresores entre lágrimas de impotencia derramadas por el conde de Lorencez al lado de los jefes Mallat y L'Hérillier. No cabe ninguna duda: en esos maravillosos días se izaron las banderas que muestran que la libertad de los pueblos y la soberanía de las naciones son valores supremos de la humanidad y de la dignidad del hombre que no se doblegan ni pueden doblegarse por la brutalidad de las armas ni por la prepotencia del supercapitalismo globalizado de nuestro tiempo.
En el remoto pasado ni Atila ni Gengis Kan abatieron y cosificaron al homo sapiens del mismo modo que ahora no lo podrán hacer ni Bush ni Blair con sus cargas de tanques, bombas de destrucción masiva y hordas maquinizadas para asesinar a quienes lanzan cada vez con más fuerza vivas a la libertad verdadera, la fraternidad verdadera y una igualdad verdadera. Esta es la sabia lectura de nuestro insigne 5 de mayo de 1862.
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