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México D.F. Jueves 13 de mayo de 2004
Adolfo Sánchez Rebolledo
Democracia sin diálogo
La reciente crisis diplomática entre Cuba y México ha mostrado la fragilidad de nuestra convivencia política interna. Se ha dicho, a modo de justificación, que la democracia es así, pero la frase hecha no ayuda a comprender algo que es fundamental: más allá de las diferencias o las disputas que son consustanciales a la deliberación política, estamos ante un hecho político de la mayor gravedad: no hay un rumbo, el gobierno ha perdido el interés o la capacidad de construir consensos de largo aliento que permitan sortear la coyuntura con menos sobresaltos. Peor aún: hay quienes piensan que en la democracia es inútil un proyecto semejante, pues al final todas las piezas se acomodan y encajan, como si las constituciones y los principios fundadores de los estados democráticos pudieran prescindir de tales arreglos y planteamientos racionales, que por definición no están sujetos al toma y daca del juego entre mayorías y minorías. Y ése es el verdadero problema. Hay cosas, lo sabemos, que no se resuelven en 15 minutos. La política exterior es una de ellas.
Tenemos un gobierno que no sabe -o no quiere saber- que las políticas de Estado no se tejen a voluntad de la elite, a partir de una simple revisión académica o ideológica de los supuestos que las animan, pues no son una moda al capricho de cada gobierno.
Quienes están a cargo del Estado parecen creer que basta invocar el cambio para que la realidad se transforme en un sentido justo y democrático, pero se olvidan de hacer aquello para lo cual fueron electos: reformar la institucionalidad del Estado para adecuarla a las nuevas condiciones democráticas, recrear los acuerdos entre la sociedad y el Estado, en fin, consolidar la democracia en el marco del derecho. Pero no ha sido así. Dialogar y negociar son palabras sin contenido en la política actual. La vida pública transcurre entre el escándalo y la improvisación. La parálisis, contra lo que dice el Presidente, proviene del gobierno, que no acierta a entender cuál es su función en un mundo cambiante que exige honestidad, voluntad, pero también, por favor, un poco de imaginación política y menos ataduras al "modelo" estadunidense como ideal para la competición política. Si alguna cosa se puede reprochar al grupo gobernante es la superficialidad de sus posiciones, la adhesión indiscriminada y por tanto acrítica al "catecismo del buen modernizador liberal". Habría que pedirle menos recriminaciones al Congreso y mayor disposición al diálogo y al compromiso.
El hecho de que hayamos ganado el derecho a elegir representantes y gobiernos no significa, como se ha demostrado de muchas maneras en las encuestas, que la sociedad quiere echar por la borda todas las instituciones y los principios sólo porque vengan del pasado. La sociedad quiere, en todo caso, que éstas se transformen, que los principios correspondan a nuestras realidades, pero exige coherencia y disposición para "no echar por la borda el agua sucia con el niño y todo".
Los gobernantes "del cambio" y sus oráculos olvidan con facilidad algo básico: los principios que ahora se denuncian por anacrónicos (lo cual sigue sin probarse) en materia energética o en política exterior condensan experiencias probadas, la sabiduría y la inteligencia política de otras generaciones, pero también y, sobre todo, los acuerdos, los consensos a los que se avino la mayoría de la sociedad para afrontar determinadas situaciones que siguen presentes en la actualidad.
Y si echamos un vistazo a los demás protagonistas, las cosas tampoco son mejores: tenemos grupos de influencia con enorme poder económico a los que solamente preocupan sus intereses, partidos que andan como ciegos en el laberinto de la realidad, predicando sus miserias éticas e intelectuales. Tenemos medios convencidos de que la única libertad exigible es la libertad de los dueños para definir por sí mismos el pulso de la vida nacional. Tenemos un Poder Judicial aletargado por la corrupción, sin madurez para ser la conciencia y, a la vez, la columna vertebral de la reforma de la república. En fin, tenemos sujetos, protagonistas de la vida pública, dispuestos a vivir la democracia como un régimen vacío, sin conexiones con la historia y la realidad que, al fin y al cabo, la han hecho posible, donde sólo cuentan los intereses particulares, corporativos.
Ellos son los primeros en declarar muerta la soberanía y los últimos en abandonar los prejuicios del nacionalismo ramplón, los más convencidos de la dependencia absoluta del juego político a la lógica del mercado, pero los últimos en admitir la naturaleza desigual y profundamente injusta de nuestra sociedad. Y lo que falta.
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