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México D.F. Lunes 31 de mayo de 2004
APRENDER A MORIR
Hernán González G.
Posiciones y disposición
EN LA ERA DE las encuestas, los sondeos y las estadísticas, una de las muchas lagunas existentes en investigación tanatológica, a escala mundial, no sólo de nuestro país, es la que se refiere al sentir de millones de ancianos -no necesariamente enfermos terminales- con respecto a su situación y a su muerte.
RESGUARDADA CELOSAMENTE POR los poderes terrenales y espirituales desde épocas remotas, la posibilidad de alcanzar una muerte digna sigue siendo privilegio casi exclusivo de los animales, y eso si tienen la suerte de contar con un amo o un veterinario sensibles. El ser humano, inmerso en una dimensión espiritual condicionada por las instituciones, continúa a merced de la religión, el Estado, la ciencia médica y la familia, independientemente de la índole y humanidad de éstos.
NO SON MUCHAS las posiciones en torno a tan delicado tema, la mayoría empeñadas en preservar la degradación de la vida por sobre la dignidad de ésta, convencidas de que "morir antes" es correcto siempre y cuando sea por una causa noble, como defender a la patria del terrorismo, liberar a los pueblos de las dictaduras o aumentar la productividad en lo que sea. Pero libertad y responsabilidad en función siempre de la obediencia a terceros, no a sí mismo.
EL ARGUMENTO MAS socorrido es que cada anciano, enfermo terminal o desahuciado de cualquier edad, si cuenta con la oportuna y calificada atención médica, afectiva, espiritual y sicológica, difícilmente cae en depresión o desesperación y muchísimo menos en el inconfesable propósito de pretender ser ayudado a concluir su existencia.
ASIMISMO SE PRESUPONE alegremente que cada anciano, enfermo terminal o desahuciado está dispuesto a dialogar, a abrirse, a revisar y a exponer sus necesidades y pendientes a médicos, enfermeras, trabajadoras sociales, ministros religiosos, sicoterapeutas, tanatólogos, familiares y amistades, y con similar optimismo se conjetura que, cada uno de éstos, tendrá la disposición de ánimo, de conocimientos, de dinero o de tiempo para asistirlo las veces que sea necesario, apoyado en la ternura y la comprensión.
DESAFORTUNADAMENTE SON RAROS los casos en que se puede hablar de profesionales calificados y sin prisas, así como de familiares dispuestos a compartir amor, recursos y tiempo con el ser querido que se está yendo -el competitivo espíritu de la época no está para eso-, y tampoco se cuenta con datos aproximados acerca del número de ancianos, terminales o desahuciados, hartos de la indiferencia de parientes y profesionales, retraídos en un hermetismo deliberado, renuentes a tratamientos o a modificar hábitos, resentidos, malhumorados, adormecidos o manipuladores, y menos se sabe de aquellos que incluso rodeados de familiares, amigos, médicos, enfermeras y todos los auxilios espirituales, se sienten terrible e insoportablemente solos en su condición, con el único deseo de concluir, ya, el último capítulo de una vida de la que apenas fueron dueños.
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