7 de junio de 2004 | ||
GARROTES Y ZANAHORIAS Es muy curioso en estas tierras saber que todavía se habla en el mundo de la necesidad de tener una política industrial. Curioso pues aquí parece que estamos desde hace una década en otra etapa del pensamiento económico, una forma original, sin duda, pero de consecuencias poco afortunadas. Recuérdese que desde la secretaría responsable del fomento de la industria se postuló que la mejor política industrial era no tenerla. Esa expresión no fue necesariamente producto de la meditación, sino más bien fruto del entusiasmo generado por el proyecto de apertura de la economía y la integración con Estados Unidos que, supuestamente, habría de provocar el progreso de esta nación. El entusiasmo ya pasó, pero quedó una economía con poca capacidad de crecimiento, muy bajos niveles inversión productiva y una industria desarticulada. Lo notable es la duración de esa idea desventurada y fuera de lugar que aún no se desecha. En Europa, sin embargo, la política industrial sigue siendo motivo de ocupación y de tratamiento sistemático de los gobiernos. En la Comisión Europea el tema se ubica en términos de las condiciones de la competencia y la productividad frente a la economía de Estados Unidos y por las nuevas condiciones de la incorporación de 10 países como miembros de la Unión Europea. En un reciente informe titulado Una política industrial para una Unión Europea ampliada se recogen los planteamientos estratégicos para crear oportunidades de inversión, empleo y desarrollo tecnológico. Allí se reconoce que se han trasladado recursos y empleos al sector de los servicios, lo que significa aumentos en la productividad del sector industrial. No obstante, se reconoce que esas ganancias son menores a las conseguidas en Estados Unidos, pues ha sido menor el gasto en investigación y desarrollo por los gobiernos y las empresas europeas. Al mismo tiempo se consigna que en sectores productivos más tradicionales, como el textil y el minero, las nuevas formas de la competencia internacional han cambiado de modo significativo su forma de operación. Las economías siguen teniendo una dimensión nacional y la estrategia europea se plantea no sólo medirse con respecto a las economías más fuertes, sino incluso ante aquellas que se aproximan desde atrás. La competencia, como bien señaló Marx, es una guerra y se puede perder por la retaguardia. Así, se debe considerar la cantidad de recursos que se destinan directa e indirectamente a la inversión productiva y, también, el contenido de ese gasto de modo que acreciente la capacidad competitiva basada en las ganancias de productividad. Vista así, la inversión y el más extenso espacio económico que se logra con la integración, amplían las ventajas competitivas derivadas de la mayor escala en que se puede producir, sin que se tenga que desplazar parte de la actividad a otras zonas del mundo que ofrecen la ventaja esencial de los salarios más bajos. Es una función clave de la política preparar los distintos sectores y zonas del territorio para las nuevas condiciones competitivas. No se trata
señala el documento de referencia de escoger
ganadores, sino de crear
más oportunidades para el conjunto de las empresas en el
mercado. Para
ello, se requiere un entorno de competencia eficaz, más
innovaciones y
un mercado interno que funcione plenamente junto con políticas
de
estímulo público en investigación, transporte y
desarrollo regional
para fomentar la actividad industrial. Esto no descarta, por supuesto,
la atención específica a sectores que la requieran para
acceder a los
nuevos patrones de la competitividad. La política industrial
puede
tener enfoques específicos en términos de las actividades
que
acrecienten la competitividad del sistema económico en su
conjunto; ahí
entra el gasto en inversión pública, sobre todo en la
infraestructura §
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