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México D.F. Domingo 4 de julio de 2004
Rolando Cordera Campos
Gobierno sin atributos, Ƒpaís sin alternativas?
Puede tener razón el presidente Fox cuando considera que cuatro años "es demasiado pronto para pensar en los primeros resultados del cambio como promesas incumplidas de la democracia". No la tiene cuando busca escudarse en esa afirmación para rechazar las evaluaciones críticas que se hacen de su gobierno al cumplir su segundo tercio. La democracia es una cosa y otra los diferentes gobiernos que emanan de ella. Y los criterios para juzgarlos tienen que ser, por tanto, diferentes.
La democracia no hace promesas; sin duda, el discurso político le atribuye capacidades y potencialidades a esa forma de gobierno que muchos traducen como promesas, pero las promesas, los programas, las ilusiones y las gesticulaciones son propias de los políticos, en la democracia y en la dictadura, y es a ellos, a sus partidos y "familias" políticas, que se hace el reclamo o el reconocimiento.
La crítica a un gobierno no puede verse como crítica a la democracia que todos debemos defender. Es gracias a ella, en todo caso, que la crítica puede volverse bien público para el disfrute o la utilidad de todos. En democracia no le debemos nada al gobierno: éste cumple o no con sus promesas y responsabilidades, y son los mandantes los que en la calle o en la urna dan su veredicto.
El presidente Fox encabezó una movilización política con una promesa difusa y confusa de cambio general del régimen, la sociedad y la economía, y con ella ganó. Luego del triunfo, dio lugar a un gobierno errático y sin perfil político claro, basado en una coalición que no se atrevió nunca a decir su nombre y con un enfoque económico resignado desde el principio a seguir el curso de la coyuntura mundial sin pretender intervenir en ella de manera congruente con sus propios dichos de construir una economía de mercado con responsabilidad social. El cambio social, así, se da por su cuenta y riesgo y sin cauce estatal alguno, y lo que el país tiene a cuatro años de consumada la alternancia es criminalidad rampante, rupturas enormes en sus tejidos básicos de cohesión social, éxodo interminable y creciente de lo mejor de sus trabajadores jóvenes, desazón en las ciudades y el campo, y mucho desorden en el desempeño gubernativo.
Cosas del cambio mismo, se dirá, y no sin razón, pero también de estrategias equivocadas, inepcia política y administrativa, debilidad institucional fehaciente y contagiosa, hasta gozosa: estos son los hechos de un gobierno que no puede festejar nada ni invitar a nadie a hacerlo. La política como el fin de los políticos no podía más que arrojar este retablo.
Su entorno, admitámoslo, ha sido todo menos propicio para hacerlo bien: lo más elemental de las relaciones sociales, los usos y costumbres de los que emanan leyes y derecho, de principio a fin son desafiadas y malogradas desde el hogar mismo, en las localidades donde impera la ley del talión, en los campos donde revive la invasión, en las calles donde manda el más fuerte. La economía no da para satisfacer las apetencias y urgencias siempre en expansión de más de 100 millones de seres vinculados obsesivamente al espectáculo del consumo y el confort, y sólo repta con la oferta de una estabilidad mortecina, estancada. Para no hablar de los partidos, donde no manda nadie, o de las fuerzas del orden, donde la pauta es la dispersión, cuando no el encontronazo o la ocurrencia disfrazada de reflexión sesuda sobre la patria o el control de poblaciones.
De poco o nada de esto tomó nota Fox cuando asumió el mando del Estado. La reforma de este último quedó entre paréntesis, pero desde la constitución misma de la administración era evidente que así tenía que ser. No se ofreció un gobierno de partido, o siquiera de partidos, hacia alguna forma de unidad política nacional, sino una campechana de aldea de eficientes administradores que probaron pronto no serlo tanto, con políticos provenientes de una "sociedad civil" mítica que con rapidez se resolvió en arrebatiña por puestos y presupuestos. El partido del Presidente se debatió en la confusión y la incertidumbre, como un PRI de la decadencia, pero sin centro que sostuviera nada, y cuando eso quiso corregirse se mostró que el tiempo de la tragedia había ya pasado y se vivía el de la opereta. Las descalificaciones en cascada que se emiten desde el corazón del panismo, trátese de los cuatro años o de los 10 puntos para la seguridad, ilustran de más la situación.
Cuatro años, en efecto, son poco para una transformación profunda del Estado, la economía, la sociedad. Pero no se trataba de eso, sino de llegar a unos Pinos previamente desalojados por las ideas, el sentido del mando y al menos la búsqueda de la conciencia histórica que sustenta el desarrollo y la fortaleza del Estado. Y no sólo se aceptó ese desahucio, sino que se le convirtió en manera de gobernar y pensar la política, en razón suficiente para presumir del cambio.
Sólo en un contexto como éste puede uno explicarse los desvaríos del secretario de Hacienda en torno a su sin duda respetable filosofía económica y política, o las improvisaciones desusadas del general secretario. Sin centro que articule, el más pintado y sólido resbala. Así fue y seguirá siendo. No puede ser de otra forma en un gobierno sin atributos que nos obliga a preguntarnos: Ƒpaís sin alternativas?
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