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México D.F. Domingo 18 de julio de 2004
Rolando Cordera Campos
El Banco de México y la gran promesa
A mediados de los años 80 del siglo pasado, el grupo gobernante llegó a la conclusión de que México necesitaba algo más que un ajuste draconiano en sus cuentas fiscales y externas, como el que se le aplicaba desde 1982. Lo urgente, se pensaba, era someterlo a una "gran transformación" que lo despojara de las adiposidades corporativas e intervencionistas heredadas de la Revolución y lo encaminara por los senderos transparentes del libre mercado.
Al filo de los años 90, la gran mudanza era vista ya como una gran promesa. Gracias a los cambios en el comercio exterior y al TLCAN, el país parecía listo para saltar las trampas tradicionales del endeudamiento externo y volverse una potencia internacional capaz de combinar su éxito exportador con un sólido crecimiento doméstico sustentado en la inversión privada y unas instituciones dirigidas a estimular la iniciativa empresarial y la creatividad de sus trabajadores. La cereza del pastel fue la privatización bancaria. La mesa pudo haber estado puesta, pero el banquete no llegó a los postres y más bien vino un portentoso tiradero.
La gran promesa se tornó enorme tribulación y las recuperaciones logradas al fin del siglo no hicieron verano o, como se dice ahora, se volvieron tempestades de las que la voluntad presidencial no ha podido sacarnos. En vez de transitar por una ruta de progreso sostenido, México vive en una encrucijada que se agrava porque su democracia no produce los bienes materiales y simbólicos que de ella se esperan.
De la Secretaría de Hacienda provino hace dos años la especie de que lo que hacía falta eran nuevas reformas, de segunda o tercera generación, como empezaron a ser bautizadas por los publicistas del post Consenso de Washington que asistían a los descalabros múltiples de las grandes mutaciones promovidas en los lustros anteriores. Más que revisar lo hecho y sacar las lecciones del caso, para reformar las reformas como sugirieron la Cepal o Joseph Stiglitz, había que seguir por el camino trazado y apurar el paso rumbo al nirvana del libre mercado mundial unificado. Los tropiezos, como el colapso bancario -cuya solución ahora festinan muchos, sin pararse a hacer las cuentas-, serían subsanados en el camino, una vez recuperada la normalidad y que el error de diciembre y el rescate estadunidense hubiesen sido descontados por los "mercados". Pero para eso era indispensable mantener y acelerar el ritmo de las reformas faltantes.
Nadie, ni desde Hacienda ni desde Los Pinos, se tomó la molestia de argumentar analíticamente a favor de las tesis del Pronafide, que pronto se volvieron mantras para los fieles y sus corifeos de las columnas financieras. En ningún momento se demostró que las reformas propuestas (fiscal, vía homologación del IVA; eléctrica, vía la privatización del mercado energético; laboral, vía una flexibilización orientada a abaratar el despido) tenían una relación de causalidad significativa con el crecimiento económico. Simplemente se postuló ex catedra que así era y tenía que ser: con reformas, un crecimiento como el ofrecido en la campaña; sin ellas, uno inferior, pero superior a 4 por ciento. La realidad resultó peor, pero ahora se nos convoca a conjurarla con dichos rancheros y refranes reconstruidos.
Esta semana, el secretario de Hacienda y el gobernador del Banco de México volvieron sobre el tema. Sin reformas no habrá el crecimiento requerido; con ellas, corearon los banqueros españoles avecindados en México, la inversión del exterior crecerá y los animal spirits se pondrán en movimiento y el país avanzará como se prometía. En vez de argumentación racional, que asuma que cada reforma propuesta tiene su propia lógica y conexiones con el conjunto de la economía, no necesariamente lineales con el resultado prometido, la reiteración magisterial, casi sacerdotal, que sirve de munición para los que confunden el reformismo con la reformitis y satanizan a todo aquel que se atreve a esbozar dudas razonables y razonadas sobre su virtuosidad.
El Banco de México le hizo un buen servicio a los senadores al presentarles buena y bien comentada información sobre los impuestos en México y en el mundo, así como los costos de las operaciones bancarias, también en una perspectiva comparada. Generosidad del Banxico y debilidad manifiesta del Congreso, que no usa sus propios órganos de análisis, pero eso aparte. Lo que podríamos esperar del entusiasmo reformista del doctor Ortiz es que la institución que encabeza nos haga otro servicio y estudie en serio las reformas propuestas y su efectiva capacidad para impulsar el crecimiento de México.
De seguir con esta insistencia sin sustento analítico en esos cambios, el banco central será cómplice de otra gran frustración, que empieza a volverse culto nada secreto de muchos mexicanos que creyeron en la gran promesa. Sólo con una dosis mínima de racionalidad económica, que el banco puede coadyuvar a producir, podemos aspirar a salir de este pozo de fideísmo económico que no lleva sino a más bochorno.
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