México D.F. Sábado 4 de septiembre de 2004
La violencia recíproca data del imperio
de los zares
JUAN PABLO DUCH CORRESPONSAL
Moscu, 3 de septiembre. Separatismo, petróleo,
extremismo religioso, resentimientos ancestrales, intereses geopolíticos
foráneos y lucha de clanes por el poder, entre otros factores, se
mezclan en el conflicto de Chechenia, cuyas raíces son anteriores
a la desintegración de la Unión Soviética.
De hecho se remontan a la época en que los zares
decidieron conquistar la estratégica región del Cáucaso
del Norte, en el siglo XVIII, cuando el jeque Mansur reunió un ejército
de pueblos montañeses para hacer frente al imperio ruso.
A partir de ese momento -ya han pasado 219 años
desde aquel levantamiento en armas- el anhelo de independencia de los chechenos
ha sido una constante en su difícil convivencia con los rusos.
La página quizá más dolorosa del
periodo soviético fue la brutal deportación ordenada por
José Stalin, en 1944, a tierras inhóspitas de Kazajstán,
en Asia Central, que costó la vida a casi 200 mil chechenos.
En
su enfrentamiento con Mijail Gorbachov, el entonces presidente de Rusia,
Boris Yeltsin, no desaprovechó ocasión para apoyar cuanto
foco de tensión en el vasto territorio soviético pudiera
desestabilizar a su rival y, de hecho, fue quien instaló en el poder
en Chechenia al general Dzhojar Dudayev.
El colapso soviético creó condiciones propicias
para que el gobierno de Dudayev proclamara su independencia, en 1991, que
Yeltsin quiso acabar tres años después mediante el uso de
la fuerza, pero la primera guerra ruso-chechena concluyó, en 1996,
con la virtual capitulación de Rusia, expresada en la vergonzosa
firma de los acuerdos de Jasaviurt.
Asesinado Dudayev, las ideas del separatismo siguieron
prevaleciendo entre los nuevos líderes, aunque se puede hablar de
una clara escisión entre los partidarios de un independentismo moderado
y pragmático, encabezados por el nuevo presidente, Aslan Masjadov,
que buscaban fortalecer el Estado checheno, y se fijaron como meta que
Rusia reconociera la independencia de la república caucásica
a partir de la puerta que en ese sentido abría la paz de Jasaviurt.
Masjadov fracasó y no pudo evitar que Chechenia,
en el fondo una sociedad tribal estructurada en clanes y vínculos
de sangre, acabara fraccionada en multitud de pequeños feudos, cuyos
caciques se dedicaron a saquear el petróleo y otras riquezas de
su tierra.
Se hizo evidente una escisión en el campo separatista
cuando el sector más radical, representado todavía por Shamil
Basayev, buscó apoyo en el exterior y se convirtió en el
principal impulsor al interior de Chechenia de las ideas del wahabismo,
una visión fundamentalista del Islam ajena a la mayoría de
los chechenos.
La diferencia principal entre moderados y radicales fue
la convicción de estos últimos de que la lucha contra "el
imperialismo ruso" debía reanudarse, a pesar de la paz acordada,
para hacer de Chechenia no sólo un país independiente, sino
la plataforma del movimiento liberador en todo el Cáucaso del Norte.
Mientras Masjadov y Basayev seguían discutiendo,
con un Yeltsin enfermo y cada vez más ausente de la realidad al
frente de Moscú, en Chechenia floreció el contrabando de
todo tipo y el secuestro de personas adineradas en todo el territorio de
Rusia se convirtió en modus vivendi de formaciones paramilitares
que ejercían de poder fáctico en los distintos feudos, a
falta en Moscú y en Grozny de un liderazgo capaz de cortar de tajo
esos fenómenos negativos, que sólo nutrían el creciente
rechazo de la sociedad rusa hacia un pueblo que empezó a ser identificado
con la llamada mafia chechena.
El sucesor designado de Yeltsin, Vladimir Putin, entonces
prácticamente un desconocido para la mayoría de los rusos,
llegó al Kremlin después de prometer que acabaría
con el problema checheno "ahogando en los escusados a los terroristas".
La frase célebre de Putin tuvo como antecedente
que Basayev, en agosto de 1999, había invadido un pequeño
pueblo de Daguestán, en el que proclamó una "República
Wahabita Independiente" de efímera vida, tras la intervención
del ejército ruso.
En septiembre de ese año, explosiones hasta ahora
no esclarecidas derrumbaron varios edificios de viviendas en Moscú
y otras ciudades rusas, causando la muerte de cientos de personas y creando
un ambiente de odio hacia los chechenos, acusados por el equipo de campaña
de Putin de estar detrás de aquellos atentados.
Detener los ataques contra civiles rusos fue una de las
principales promesas electorales de Putin y, para pasar de las palabras
a los hechos, asumió la responsabilidad por el inicio de la segunda
guerra rusa-chechena, en octubre de ese año.
Cinco años después Putin no ha podido cumplir
su promesa electoral y, cuando ya se había empantanado la llamada
"operación antiterrorista" y los rebeldes chechenos optaron por
iniciar una guerra de guerrillas contra los 80 mil soldados rusos estacionados
en Chechenia, ocurrieron los atentados del 11 de septiembre de 2001 en
Estados Unidos.
Putin, al subirse al carro de su colega estadunidense,
George W. Bush, en la llamada coalición mundial de lucha contra
el terrorismo, supo sacar provecho de la coyuntura y logró que la
comunidad internacional mitigara las críticas sobre los excesos
que el ejército ruso estaba cometiendo contra la población
civil chechena, que prestigiadas organizaciones no gubernamentales han
documentado como sistemáticas violaciones de los derechos humanos.
Al cambiarse de bando el controvertido Ahmad Kadyrov (asesinado
por la guerrilla el pasado 9 de mayo) puso en bandeja la posibilidad de
simular un arreglo político que en la práctica se tradujo
en favorecer a un clan checheno sobre los demás, en un intento de
chechenizar el conflicto.
El Kremlin, al apostar por la carta de imponer un gobernante
pro ruso en Chechenia, utilizó el anterior secuestro masivo de rehenes
en el teatro Dubrovka de Moscú, en octubre de 2002, para cancelar
toda posibilidad de negociar una solución de paz con el sector moderado
del separatismo checheno.
Moscú instrumentó una verdadera farsa para
"legitimar" en las urnas a Kadyrov y, con iguales abusos y arbitrariedades,
acaba de hacer lo mismo con su sucesor, el general Alu Aljanov.
Con ello consiguió que Masjadov y Basayev, cada
uno con sus matices, vuelvan a estar en el mismo campo, lo que intensificó
las emboscadas, los ataques suicidas y los atentados, de un tiempo para
acá ya no sólo en Chechenia, sino en otras ciudades de Rusia.
El bochornoso papel represor que se adjudica a la guardia
pretoriana que encabeza Ramzán Kadyrov -integrada por casi 7 mil
antiguos rebeldes que obtuvieron el indulto a cambio de su "lealtad"- también
ha contribuido a incrementar la fractura entre los chechenos.
La consecuencia más grave de todo esto es el círculo
vicioso de la violencia recíproca, que sólo prolonga la confrontación
armada en una guerra que dura ya una devastadora década y tuvo en
la masacre de Beslán su episodio más reciente, pero sin duda
no el último.
Con simulacros de arreglo político como el que
trata de imponer y con alusiones al "terrorismo internacional" como sinónimo
del separatismo, el Kremlin no va a poder, para desgracia de los rusos
y los chechenos, evitar nuevas víctimas.
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