Usted está aquí: martes 1 de febrero de 2005 Opinión Una marca exclusiva

Sergio Ramírez

Una marca exclusiva

Aquel viejo mote de "países bananeros", o "repúblicas bananeras", que siempre tomamos los centroamericanos como ofensivo a nuestra dignidad, tenía mucho de desprecio por la conducta pública de los gobernantes, y de sorna por lo que eran capaces de hacer en privado. No sobra decir que pasamos a ser conocidos bajo esta denominación odiosa desde comienzos del siglo XX, cuando vinieron a sentar reales en nuestras tierras los enclaves bananeros que, para atropellar leyes y ganar voluntades, de modo que pudieran gozar de extraterritorialidad en sus operaciones, solían pagar coimas a quienes hacían las leyes, y a quienes las ejecutaban desde los palacios presidenciales.

¿Qué quería decir extraterritorialidad? Extender sus dominios agrarios sin obstáculos, pagar a los trabajadores con su propia moneda adulterada, hacer caso omiso de las leyes del trabajo, ejercer aún funciones de policía, y eximirse, por supuesto, de pagar impuestos. También ponían y quitaban presidentes. Uno de los fundadores del imperio bananero, Sam Zemurray, solía decir que "los diputados eran más baratos que las mulas". Hoy, Banana Republic es una marca de ropa que comenzó vendiendo prendas ligeras para climas tropicales, como los nuestros. Pero en lo que hace a la corrupción, sigue siendo una marca exclusiva, con denominación de origen.

Ser una república bananera sigue siendo, pues, sinónimo de corrupción. Dejar de ser una república bananera debía significar, en el azaroso camino de nuestra historia, hacer que la fortaleza de las instituciones nos diera la modernidad suficiente para quedar a salvo de la corrupción y de los corruptos; y una de las grandes esperanzas recientes ha sido que, eligiendo libremente a nuestros gobernantes, tendríamos en los parlamentos y en los solios presidenciales a los mejores, es decir, a los más honrados, incapaces de tocar lo ajeno.

Desaparecieron los enclaves bananeros, pero no nuestro sino de países bananeros. Sino, maldición o complejo. Una pellada de lodo que se niega a desaparecer de nuestras vestiduras republicanas porque aún no damos con el más eficaz de los detergentes. Desde que estamos votando para elegir gobiernos civiles, como fenómeno de los nuevos tiempos, al menos ocho gobernantes han sido enjuiciados en Centroamérica por corrupción, y el doble de esa cifra en el resto de América Latina. Coimas cobradas en contratos del Estado, aprovechamiento del negocio de las privatizaciones, el primitivo expediente de sacar tajadas indecorosas a los presupuestos del Estado, trasponer los fondos a bancos extranjeros, y lavarlos. El mote de república bananera se convierte en un producto de exportación made in Centroamérica.

Para muestra, pocos botones. ¿Qué mejores ejemplos de ese eterno regreso a la república bananera que la vulgaridad y el descaro con que Arnoldo Alemán, presidente de Nicaragua, y Alfonso Portillo, presidente de Guatemala, gobernantes de este nuevo milenio, el milenio de la supuesta modernidad, metieron mano en el erario? "Robándole a los pobres", como bien ha dicho el presidente Abel Pacheco al hablar de los recién estrenados escándalos de corrupción en Costa Rica, que ha alcanzado a dos anteriores presidentes de la república.

¿Costa Rica? Pasa en las mejores familias. La maldición de repúblicas bananeras no parece discriminar a nadie, y librarse de ella dependerá de la fortaleza que en cada país tenga la institucionalidad, empezando por fiscales y jueces independientes, capaces de sobreponerse a las influencia y órdenes políticas. Por el contrario, dejarse acarrear por las componendas que terminan dirimiendo los casos de corrupción en burla de las leyes será seguir viviendo bajo esa marca exclusiva.

Arnoldo Alemán sigue recuperándose en una suite del Hospital Militar de Managua, de la operación ambulatoria en un dedo de la mano, a la que fue sometido hace meses, mientras espera que pasen las elecciones municipales para ser enviado de regreso a su casa, nunca a la cárcel, por efecto de los pactos de los que es parte. En Nicaragua, el pacto político entre Arnoldo Alemán y Daniel Ortega ampara la impunidad, o castiga a los remisos, estando como está el sistema de justicia sometido a los mandatos políticos.

En Costa Rica ya se ve que un ex presidente acusado de corrupción, con todo y su liderazgo político, y el prestigio de caudillo de su padre, como es el caso de Rafael Angel Calderón, puede ser recluido en una celda de seis metros cuadrados en un penal para reos comunes, mientras espera juicio. En Nicaragua, Arnoldo Alemán es un reo condenado a 20 años de cárcel, fuera de la cárcel. Ha negociado su propia condición de reo. En Guatemala, el ex presidente Jorge Serrano, que huyó a Panamá con sacos de dólares a cuestas, y el ex presidente Portillo, que huyó a México, cargado también de dólares, siguen prófugos de la justicia, con sus fortunas mal habidas aseguradas afuera, y no hay demasiado interés en extraditarlos.

Estas son las diferencias que salvan el prestigio de un país y su futuro institucional. Si una democracia funciona verdaderamente como tal, el sistema de justicia obrará por su propia majestad, y esa democracia tendrá larga y saludable vida. Si, por el contrario, la suerte de los corruptos depende de repartos de poder y de las componendas, y la justicia no es más que un peón en el tablero de quienes pactan, la fragilidad institucional seguirá haciendo que esa democracia siga apegada al trágico molde de la república bananera.

Una marca exclusiva, con denominación de origen.

 
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