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Editorial
La famosa declaración del vocero de la Conferencia
Episcopal Española, Juan Antonio Martínez Camino, en el sentido de que "los
medios preservativos tienen su contexto en una prevención integral y global
del sida", dejó ver lo que muchos párrocos y obispos piensan sobre el tema,
pero temen expresar. Aunque Martínez Camino fue obligado por El Vaticano
a desdecirse, su opinión muestra un descontento y malestar crecientes al
interior de la iglesia católica por la inhumana posición de su jerarquía
en torno al tema del sida y el condón.
Lo expresado
por el cura español apunta en la dirección correcta, porque no se trata de
renunciar a los dogmas religiosos sino de situarlos en un contexto real.
Esta ya célebre frase subraya la necesidad de ser flexibles en la observancia
de las doctrinas cuando lo exige una situación de emergencia como en la que
nos ha colocado la pandemia del sida. En el pasado, la iglesia católica ha
dado muestras de flexibilidad doctrinaria en momentos de gran peligro para
la vida de las poblaciones. Está el caso de la cremación de cadáveres, práctica
que por siglos la iglesia católica condenó por contravenir sus postulados,
y que ante catástrofes como las pestes que diezmaron a poblaciones enteras
tuvo que ceder y terminar aprobando esa práctica profiláctica tan necesaria
para controlar el mal. ¿Por qué no es capaz ahora de una actitud humana similar
para salvar millones de vidas?
Lejos de eso,
El Vaticano volvió a arremeter en contra del condón en voz de su ministro
de Salud, el cardenal mexicano Javier Lozano Barragán: "La utilización del
preservativo para evitar la propagación del sida no es aceptable porque el
objetivo es la lucha contra la fornicación". Está claro que a El Vaticano
no le interesa detener la pandemia. Su lógica es intrínsicamente perversa:
en aras de preservar el dogma, no importa arriesgar la vida de los demás.
En esta prédica, cada vez más repudiada, la jerarquía católica se está quedando
sola. |