El Senado decide: ¿agroecología o biotecnología?
El país está a punto de tomar partido en el impostergable dilema planetario que ha dividido a los pueblos y gobiernos del mundo en dos grandes bandos: los que están a favor de la libre producción y uso de organismos genéticamente modificados (OGM) en la agricultura y los que se oponen a ellos, invocando criterios y evidencias ligados a la salud, el equilibrio ecológico, la protección de la biodiversidad, la seguridad alimentaria y el respeto a las culturas agrarias.
El primer grupo lo encabeza Estados Unidos, seguido de los grandes países productores de alimentos. En el segundo se ubican los pueblos europeos (que de acuerdo con las encuestas se han negado una y otra vez a consumir alimentos transgénicos) y otros muchos del tercer mundo. En el primero se apuesta con obsesión por una tecnología que es a todas luces riesgosa, más por su papel como agente de contaminación genética que por los daños potenciales sin son consumidos. En el segundo, se usa el sentido común y la memoria para invocar el llamado "principio precautorio", reconocido por México en el Protocolo de Cartagena, que establece que frente a las dudas de una tecnología potencialmente peligrosa lo sensato es no utilizarla hasta que se confirme científicamente su nivel real de riesgo. Un principio ético cada vez más necesitado en estos tiempos en que la innovación tecnológica se encuentra desbocada.
El debate en realidad encierra un dilema más profundo. Se trata de decidir entre dos maneras de visualizar el futuro inmediato de las regiones agrarias o rurales del mundo. La llamada "biotecnología moderna", creadora de los OGM y de otras tecnologías mucho más benignas, seguras y útiles, se orienta y termina imitando, para el caso de la agricultura, las pautas de las grandes corporaciones internacionales, que son sus principales patrocinadoras (Monsanto y otras cuatro empresas controlan todo el mercado mundial de OGM). Por ello, no hace más que ofrecernos una nueva versión de agricultura industrializada, más sofisticada y riesgosa.
Por esta razón, los OGM son diseños dirigidos fundamentalmente a los llamados "productores modernos", que siguen patrones agrícolas de gran escala, basados en el uso de máquinas y en los monocultivos, que normalmente son "pisos de fábrica" de alimentos contaminados con agroquímicos. La tragedia de este tipo de agricultura es que ha llegado a su tope, no sólo porque ya no es capaz de mantener sus niveles de productividad, sino porque no produce alimentos sanos y tiende a destruir suelos, mantos acuíferos y biodiversidad, y porque contamina aguas, suelos, aire y organismos.
Los OGM, que se dice buscan evitar el uso de agroquímicos, lo que en el fondo hacen es simplemente sustituir un contaminante químico por otro genético. No son, por tanto, una tecnología para la gran masa de campesinos medios y pequeños, que en el mundo alcanzan los mil 500 millones, los cuales tienden a cultivar en sistemas de pequeña escala, intensivos en trabajo e imitando a la naturaleza en su estructura (muchas especies) y en sus procesos (autosuficiencia, reciclaje, uso eficiente de energía, durabilidad).
Más aún, las poblaciones de pequeños productores del mundo (agricultura familiar y campesina) se están orientando cada vez más hacia una agricultura de corte ecológico por la sencilla razón de que en ella encuentran muchos de los principios practicados durante siglos. Ahí están debidamente documentadas las experiencias de los pequeños productores de Alemania, Finlandia e Italia, entre otros países europeos, así como Japón o Cuba, y de las comunidades campesinas de muchos países tercermundistas, incluyendo el movimiento de los Sin Tierra de Brasil.
La modalidad agroecológica, que busca la producción de alimentos sanos bajo esquemas ecológicamente adecuados y en condiciones de justicia social y de mercado, es hoy en día un proceso que crece por todos los rincones del planeta. Si en 1997 el mercado mundial de productos orgánicos facturaba 10 mil millones de dólares, para 2002 alcanzó los 23 mil mdd y se estima que llegará a los 100 mil mmd en 2010. Ritmos similares siguen tanto la superficie sembrada como el número de productores.
México es, junto con India, Finlandia, Indonesia y las naciones andinas, uno de los principales laboratorios agroecológicos del mundo. Actualmente en el país se desarrollan, callada y modestamente, cientos, quizá miles de experiencias originales de agricultura ecológica, además de manejo adecuado de bosques, ganaderías holísticas, extracción sustentable de materias primas (palmas, chicle, fibras). Solamente en Oaxaca, un reporte reciente contabilizó 600 experiencias comunitarias situadas en esta perspectiva, y en el país se localizan 653 puntos de producción orgánica en medio millón de hectáreas (véase www.mercadosorganicos.com).
Por ello, México es el primer país productor en el mundo de café orgánico (producido por cooperativas y comunidades indígenas de Chiapas, Oaxaca, Puebla, Veracruz y otros estados), y ocupa el primer sitio mundial en manejo comunitario de bosques y selvas (Quintana Roo, Oaxaca, Durango, Michoacán). Una razón central para explicar este atractivo por la agricultura ecológica se encuentra en la vigencia de la "memoria tradicional" de las culturas mesoamericanas.
En nuestro país existen experiencias de domesticación de plantas desde hace 9 mil años, que lo mismo producen alimentos en regiones de escasa lluvia que en áreas de alta precipitación, montañas, pantanos o dunas costeras. Las culturas indígenas mesoamericanas son las creadoras de más de 100 especies agrícolas encabezadas por el maíz y sus 56 variedades, y lo más importante es que este acto de creación no es una reliquia del pasado, sino una realidad aún vigente en las mentes y las manos de millones de familias campesinas. En materia agrícola y alimentaria, el país encuentra en sus culturas indígenas la clave para el diseño de una opción agroecológica original, capaz de modernizar al campo bajo una modalidad diferente a la que impone la globalización. Por eso las nuevas experiencias están surgiendo como resultado de la confluencia del conocimiento técnico y científico con los saberes aprendidos por siglos, e insertando a los productores campesinos a mercados verdes y justos.
Es en este contexto que debe ubicarse la discusión y el análisis de la llamada Ley de Bioseguridad de OGM, que el Senado de la República debe aprobar o modificar. La ley extrañamente se denomina de bioseguridad, no obstante que no aborda las principales dimensiones del tema (biodiversidad, bioprospección, biorremediación y bioterrorismo) y a pesar de que en su última versión sigue conteniendo lagunas, omisiones, imprecisiones y equívocos, y un sesgo nada sutil por los OGM.
La aprobación de la ley en sus actuales condiciones no sólo respaldará la introducción y expansión de un peligroso contaminante genético, cuyo principal riesgo radica en sus efectos sobre las docenas de especies nativas, como ha sido demostrado para el caso del maíz, sino que apoyará una nueva modalidad de agricultura industrial que no será de utilidad para el sector campesino mayoritario y que, por el contrario, dificultará el proceso de carácter agroecológico hoy en pleno ascenso en numerosas regiones.
Ni la propaganda ni el cabildeo puestos en práctica por las corporaciones y sus agentes en los últimos meses para convencer a los legisladores, ni los argumentos esgrimidos por los principales biotecnólogos de México, en plena coincidencia con los de los mercaderes, pueden soslayar u ocultar que lo que está en juego son dos concepciones radicalmente distintas sobre el campo, la agricultura y la producción de alimentos.
Sólo una visión amplia y documentada, que reconoce en la historia y la cultura del país las coordenadas para comprender y evaluar lo que no es más que una nueva tecnología agrícola, permitirá tomar una decisión adecuada y sensata. Los senadores tienen la palabra.
* Investigador del Centro de Investigaciones en Ecosistemas, UNAM