Golpismo
Ya han unificado los criterios básicos que guiarán su acción como grupo, una indiscreta minoría, por cierto. El sujeto de sus rencillas está claramente ubicado. El recuento de los defectos y errores del trasgresor, alegados con peculiar enfoque de arraigados tintes racistas, es reducido en sus categorías, confusamente enunciado y simplista en prevenir las repercusiones o calcular su profundidad y alcances. En su alegato se menciona el populismo, un pegote verbal rescatado a manotazos del pasado y sin referente preciso. Apenas se menciona un programa de ayuda a la tercera edad que, por su mejor lado, se va generalizando por el país. A continuación viene la forzada comparación con Hugo Chávez: mira lo que ha hecho en Venezuela -se aconseja con sorna-, la está dejando por los suelos, todos enfrentados por sus provocaciones. Aparece después el autoritarismo, le sigue la falta de respeto a la ley, al orden establecido o el desapego al estado de derecho, violentas generalizaciones o francas muletillas que desembocan, de inmediato, en el desafuero y justifican, según sus aceleradas condenas al vapor, la programada inhabilitación posterior. Algunos más, los menos, recurren a los tiempos de sus marchas y protestas callejeras, toma de pozos petroleros o derrota a manos del invencible Madrazo en el Tabasco de sus orígenes.
No dejan la menor duda de su despotismo, al verter sus frases de rechazo, pues lo tienen a flor de piel. Irán hasta el final si no hay una fuerza que se los impida. ¡Cualquiera, menos López Obrador! ¡Hay que pararlo a como dé lugar!, afirman con gran desfachatez, seguros de que los oyentes aceptarán sin reparos sus invectivas. Los dichos son hirientes y despreciativos. Hasta sus desplantes, por extravagantes que sean, los sienten justificados por una recóndita razón que, al exponerla, se nota incompleta, esquemática, más estomacal que informada. ¡Hay que meterlo a la cárcel de inmediato!, porque después será muy tarde y puede ganar la Presidencia. Más vale un mes de disturbios callejeros ahora y no un sexenio de destrozos, concluyen satisfechos por lo visionaria de la consigna lanzada. Lo que se ha (hemos) construido nadie tiene derecho a destruirlo, ¡pobre país! Lo que le hará ese populista si no lo detenemos ya. Así formulados sus propósitos de combate, proceden a reunir los adeptos que hacen falta para darse, en cofradías y círculos de notables, mayores seguridades. Y el ralo eco de otras voces, consideradas de iguales en clase, les responde de manera positiva. No importa el costo a pagar, será sin duda barato si se hace con premura y eficacia.
La derecha reaccionaria desprecia y hasta niega, de manera rotunda, la inteligencia colectiva. Ningunea, con estudiada fatiga mental, la trascendencia de la protesta en curso. Nada pasará además de unas cuantas manifestaciones del jodidaje. Tampoco levantará tras de sí al país por sus caprichos de querer ser presidente. Ni de locos lo apoyarán, no hay que ser ingenuos, concluyen para terminar con las oposiciones o los reclamos ajenos. La derecha golpista parte de una premisa que acentúa la ignorancia del pueblo, su profunda tontería y disposición congénita para dejarse manipular. Resumen a la población a una masa informe, de un color que le despierta temores recónditos y sus movimientos la llenan de miedos. La derecha confía en la supremacía de sus oráculos, de sus guías, de aquellos que por estar situados en la cúspide de la pirámide, rodeados de privilegios y poder, pueden identificar con precisión al enemigo e imaginar o proponer formas de ataque. El grupo de seguidores cerrará filas con decidido espíritu de cuerpo. Echará mano de sus vastos recursos y talento para asegurar la continuidad de sus privilegios hasta, en ocasiones extremas, exponerlos a irreparable desgaste o a su pérdida final.
Para la derecha golpista no es un simple rival el que ya tienen enfrente, un firme opositor, sino un verdadero peligro para la estabilidad, la paz, los negocios y el progreso. Es, en resumidas cuentas, un engendro político capaz de restar ventajas, de dañar lo que se ha acumulado de capital productivo con el que se construye el futuro de la nación, concluyen orondos y a manera de exorcismo liberador. Aquel que se atreva a mostrarle a la derecha más recalcitrante algunas de las dañinas consecuencias de sus modos de ser y actuar, recibirá la condena correspondiente a su negativa y baja estirpe. Bien se sabe ya dónde se formó el núcleo de la estrategia, descrita a la manera de plan de ataque. Se incubó en las meras cúpulas financieras (en especial las tocadas por el Fobaproa) y se anexa a los mandos del PAN y del gobierno de Fox. Se filtra hacia los primeros círculos de socios y allegados para seguir por los subordinados de altura, los bien pagados, los que aparecen, con gran despliegue de color, en los círculos de la moda y el buen gusto. A continuación se desparrama hacia familiares, amigos íntimos, para tocar a los aprendices de mandones, los imitadores, los dispuestos a la complicidad o a soñar ilusiones nunca concretadas. Todos dentro de la categoría de la gente bien, de los acomodados, los de arriba o de los quieren llegar a como dé lugar a esa clasificación. El conflicto en ciernes, las posturas adoptadas ante el todavía jefe de Gobierno afecta, sin embargo, a otros menos favorecidos por la suerte, el apellido, los contactos, el dinero o la educación, pero éstos no forman parte del conjunto orgánico de los golpistas. A lo mucho serán compañeros de viaje, aunque llegarán a un destino final distinto. Tienen, para iniciar el proceso, un operador que había estado embozado. Un maniobrero que puede inducir un rumbo por el cual el PRI puede llegar a transitar, pagando por ello un alto precio sin que sus militantes y, menos aún, sus simpatizantes, lo merezcan. Se llama Emilio Chuayffet Chemor. Un hombre que ya probó los fríos del desprestigio y, en su medianía actual, piensa que puede adquirir la relevancia que sus infladas facultades y destrezas no le permiten.