Foucault, Cervantes y El Quijote
La obra de Michel Foucault encuentra fundamento en el pensamiento nietzscheano: ''En el centro de estas experiencias límite del mundo occidental surge por supuesto la de lo trágico propiamente dicho, partiendo de la demostración de Nietzsche de que la estructura trágica a partir de la cual se forma la historia del mundo occidental no es otra cosa que el rechazo, el olvido y el arranque silencioso de la tragedia''.
Para Foucault, como para Cervantes con su ingenioso hidalgo, se hace inaplazable el asunto de hablar de la experiencia de la locura; muy cercanos ambos al Elogio a la locura de Erasmo: una locura con la que la razón incursiona en un diálogo, una locura con la que se encuentra una distancia óptima, se cabalga junto a ella, proveniente del propio discurso y del discurrir humano, demasiado humano como para ignorarlo, locura a la que sólo se evoca para dirigir su fuerza crítica y demoledora sobre las ilusiones humanas y sus propósitos y, por otro lado, en el envés, una locura que lleva el sello de la tragedia humana: lo trágico de lo humano o lo muy humano de lo trágico. Locura que pretende ser domeñada bajo la cruel benevolencia del humanista y su ceguera.
Foucault señala el siglo XVIII como el marco de rechazo y la proscripción a la locura y así, la locura es recursada, vade retro!, por un gesto soberano, omnisciente y omnisapiente de la razón que la excluye y la confina al silencio, a la alienación; siguiendo para ello la fórmula paradigmática descartiana: ''y qué, se trata de locos".
Tal como a Quijano había que refundirlo con sus quimeras y su Dulcinea en el último rincón de un lugar de La Mancha, Cervantes no quiso acordarse. Un lugar, como dice Zambrano, que tal vez era toda España. Una España que era a la vez presencia y ausencia, bañada por un sol candente que Cervantes se atrevió a mirar de frente, desde su marginalidad y su exilio, desde la ambigüedad y la doble inexistencia del amor y sus amadas. Desde allí, Cervantes escribe al margen, en el margen, en las fronteras, en el exilio, en la exclusión, en la fragmentación, en la tierra de nadie entre lo espectral y lo enigmático, entre la sinrazón y el sin sentido, desde la negra espalda del tiempo, intentando apresar en sus quimeras la fugacidad del instante y saltar los límites asfixiantes de la razón.
Es así como Don Quijote emerge entre lo sagrado y lo mítico, cuya sustancia matricial lo engendra en una piel de toro, por tanto fraguado de casta y tragedia, delirio y quimera. Sangre indomable circulando por arterias de ternura, imaginería irredenta trazada desde Altamira a Alcalá de Henares para derramarse por todo el mundo. Sangre que se convierte en tinta, herencia para los iluminados, entre ellos Sigmund Freud y toda la saga de escritores y filósofos españoles: Unamuno, Machado, León Felipe, Ortega y Gasset, María Zambrano y poetas de la talla de García Lorca, Bergamín, Alberti y Cernuda. Todos ellos tocados por el exilio.
Si ellos elevaron sus voces desde el exilio, Freud nos devela el mayor de los exilios poniendo el acento en el mito y la tragedia. El mayor de los exilios, el trazo perenne y doloroso del ser humano es el desamparo originario, la dolorosa incompletud: estamos solos en el mundo, siempre en busca de una quimera, y por ello el hombre sueña, sueña con la completud.
Freud, al igual que Cervantes, enuncia siempre que justamente en lo no dicho es donde está lo esencial. La multiplicidad de sus significaciones es infinita. Al someter la realidad a lo ideal, requiere usar un lenguaje que no puede ser interpretado literalmente porque cada uno de los términos está encajado dentro del otro en una sucesión infinita o interminable, sin origen.