Al no llegar a Estados Unidos quedan en la indigencia
El Bordo de Tijuana, refugio de 300 migrantes atorados
Ampliar la imagen En la zona de El Bordo de Tijuana deambulan personas que se atoraron en esta frontera en su intento por llegar a Estados Unidos. Las autoridades los ubican como indigentes y adictos FOTO Alejandro Sanchez
Mexicali, BC, 4 de marzo. El Bordo de Tijuana es sitio de vida cotidiana para unas 300 personas que se atoraron en esa ciudad en su intento por internarse ilegalmente en Estados Unidos y hoy sobreviven entre la indigencia y la adicción a las drogas. "¡Aquí en Tijuana, puras desgracias!", comenta Javier Ramírez Moreno, originario de Ciudad Juárez, Chihuahua, uno de los drogadictos que deambulan por la zona.
"Es muy duro vivir en la calle", agrega Ramírez Moreno Javier, quien forma parte de un grupo de indigentes recargados en un sucio muro en la zona norte de Tijuana, adonde llegó hace siete años.
En la ciudad, según la Dirección Municipal Contra las Adicciones, el por ciento de la población consume algún tipo de estupefacientes, y ocupa el primer lugar en cuanto a porcentaje de narcodependientes en México.
Rigoberto Rodríguez, comandante de la Policía Municipal en el centro de Tijuana, informa que la corporación detiene cada mes hasta a 150 indigentes drogadictos, perdidos en la ciudad. "Uno sólo los ve cuando se atraviesan por la avenida Internacional", comenta.
Afirma que los adictos que ocupan El Bordo como "tierra de nadie" son migrantes que no concretaron su intención de alcanzar suelo estadunidense. En Tijuana se aficionaron a estupefacientes y caen en prisión al menos una vez por semana.
Según el jefe policiaco, estas personas aumentan los niveles de inseguridad al cometer robos para conseguir dinero para comprar droga. La mayoría son adictos a la heroína, al cristal y a la mariguana. Una dosis de heroína vale en Tijuana 25 pesos, el cristal se consigue hasta por 10 pesos y un cigarro de cannabis por unos 18 pesos.
Juan Carlos Hernández es de Mexicali y otro migrante drogadicto atorado desde que lo deportó la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. Asegura que la droga "lo ayuda a olvidar", que vive sin familia, sin esperanzas y agobiado por el hostigamiento policiaco.
Hace "mandados" para "echarse un taco". Con ojeras pronunciadas y la mirada perdida, comenta que con su trabajo apenas le alcanza para comer. "Aquí estoy solo; hace cinco años y medio que no voy para Mexicali. No sé si aún tengo familia. solamente vivo para drogarme".
Atrapados sin salida
El obispo de Tijuana, Rafael Romo, definió a los asiduos a El Bordo como "enfermos, que cayeron en las garras de las drogas por la falta de afecto y de orientación familiar". Según el prelado, la narcodependencia es producto directo de la ausencia de valores morales.
Contra esta posición, la titular de la Dirección Municipal contra las Adicciones, Irma Navarro, afirmó que el aumento en el número de drogadictos en Tijuana es resultado de la pobreza extrema y el arribo diario de miles de inmigrantes "que se quedan atorados" en la ciudad.
Agregó que bajo el influjo de las drogas, estas personas se olvidan de comer, no sienten frío, se desatienden; "en otras palabras, buscan evadir la realidad y se pierden en un mundo ficticio, que no es otra cosa que una realidad torcida".
El sacerdote Luiz Kendzierski, director de la Casa del Migrante Scalabrini, se pronunció en favor de que los programas dirigidos a la protección de migrantes incluyan a quienes terminan como indigentes en la zona de El Bordo.
Historias olvidadas
Agustín Cortés Franco tiene 46 años, mas aparenta ser un anciano. Dice que roba para comer y comprar heroína, misma que consume desde hace tres años, prueba de ello son las huellas que tiene en el brazo derecho, donde se inyecta el narcótico varias veces al día.
Recordó que hace ocho años dejó a sus tres hijas en su natal Tuxpan, Nayarit, y por un tiempo laboró en campos de tomate en Fresno, California. "Sé que no tengo remedio. Ya perdí a mi familia, perdí mi casa y ahora vivo junto con ellos", dice apuntando a sus compañeros, quienes se quejan de que los automovilistas los desprecian cuando tratan de limpiar el parabrisas de algún vehículo a cambio de una moneda.
"No soy adicto. Convivo con ellos porque no tengo adónde ir; dormimos casi abrazados", dice sonriendo un joven hondureño que se negó a proporcionar su nombre. Comentó que la cárcel "es muy fría" y prefiere pasar la noche a la intemperie.