Cerró la temporada alta
Ricardo González, El Arriero, entre la vida y la muerte
Hasta el cierre de esta edición se ignoraba el estado de salud del matador de toros Ricardo González, El Arriero, quien ayer, después de confirmar su alternativa en la Monumental Plaza Muerta (antes México), fue arrollado por el último astado de la tarde, que le provocó tres lesiones, una en el pecho, otra en el bajo vientre y una más en la cabeza, siendo ésta la más peligrosa de todas porque le pudo haber ocasionado una fractura de cráneo, lo que anoche dilucidaban los médicos.
Con este funesto corolario concluyó la temporada alta 2004-2005 en el coso de Mixcoac, donde el "empresario" Rafael Herrerías soltó un deleznable encierro de la ganadería de Santa Rosa de Lima, seis bichos fuertes, mansos, resabiosos y descastados, para los capotes y las muletas de los jóvenes Christian Aparicio, Paco Muñoz y el desdichado Ricardo González, que llevaban siglos sin pararse delante de un pitón.
El Arriero estuvo tesonero y pundonoroso delante de Soprano, primero de la tarde, manso con el caballo pero alegre de embestida al que logró embarcar por izquierda y derecha, con más emoción que lucimiento, antes de matarlo con lentitud para escuchar un aviso y no obstante ser animado a dar la vuelta al ruedo en son de triunfo.
Aparicio, por su parte, se las vio con Tenor y Pianista, de 462 y 486 kilos respectivamente, a los que nada les pudo hacer, mientras Paco Muñoz lidió y mató de cualquier forma a Trovador, de 465, y Músico, de 460, después de haber obtenido el privilegio de regresar a esta plaza luego de la tremenda cornada que recibiera el año pasado en un viernes taurino. Pero como vino se fue: en blanco.
Herrerías, que se dedicó a enfrentar novillos bobos y repetidores con los diestros más expertos de la baraja europea -Ponce, El Juli, etcétera-, cerró su infame temporada con una serie de funciones en las que mezcló toros de verdad, marrajos muchos de ellos, con muchachitos indefensos, a los que no les pagó siquiera un centavo y los obligó a lidiar bestias para las que no estaban preparados. Anoche, lógica consecuencia de tan asesina actitud, El Arriero se debatía entre la vida y la muerte.
Al ganadero de Santa Rosa de Lima, que había puesto a sus toros nombres alusivos a la música clásica, se le acabó la imaginación con el sexto de la tarde, al que bautizó como Amor mío, negro bragado de 496, que salió de toriles, se llevó de corbata al Arriero, se revolvió en un palmo de terreno con el muchacho entre las pezuñas, le clavó un pitón en el pecho, después otro en la panza, entre el ombligo y la ingle, y por último agitó el testuz con tal violencia que una de las astas impactó en la frente de Ricardo González y envió el cuerpo del muchacho como un fardo liviano a lo largo de tres metros sobre la arena, a consecuencia de un golpazo que probablemente, ojalá no, le fracturó el cráneo. Fue la última hazaña, hasta ahora, del peor empresario que ha conocido la fiesta brava en nuestro país. Felicidades.