Homenaje a medias
El martes por la noche, con la presencia del Cuarteto Latinoamericano y el pianista Alberto Cruzprieto, se efectuó en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, un homenaje a Eduardo Mata que no fue, ni con mucho, lo que pudo ser, o lo que debió haber sido. Es evidente que las autoridades organizadoras llevaron a cabo el acto más por compromiso que por convicción, más por salir del paso que por poner de relieve la figura y la herencia de Mata en nuestro ámbito musical y cultural.
Si Mata fue, ante todo, el mejor director de orquesta que ha dado este país, ¿por qué no recordarlo con un concierto sinfónico emblemático de su trabajo en este rubro, con música suya y con el repertorio que le fue cercano? ¿O acaso la Sala Principal de Bellas Artes está reservada solamente para otro tipo de ''estrellas" y para homenajes más convenientes y lucidores?
La asistencia al homenaje, sin ser multitudinaria, fue numerosa en el contexto de la pequeña sala dedicada esa noche a Mata, pero la conformación del público fue también típica de la mezquindad y la desmemoria imperantes. Ni uno solo de sus colegas, ni uno solo de sus músicos, salvo los cinco que tocaron esa noche, y apenas un puñado de sus amigos y allegados.
La parte musical de la sesión fue precedida por sendos discursos de Manuel de la Cera y Gloria Carmona. Mientras que De la Cera transitó de manera coloquial por terrenos anecdóticos, Carmona fue más sistemática al narrar puntualmente los hitos sobresalientes de la trayectoria de Mata.
Vino después la ejecución de dos de las partituras de cámara creadas por Mata en el breve lapso de su vida que dedicó a la composición. En primer lugar, la Elegía de la Sonata (1966) para violoncello y piano, ejecutada por Alvaro Bitrán y Alberto Cruzprieto. Austeridad expresiva en el material inicial del violoncello (no exento de una depurada vertiente cantable), presencia muy parca y dosificada del piano, algunos modos nuevos de producción sonora y un discurso sobrio y claro son las cualidades destacadas de este fragmento de la música de Mata, breve y fugaz pero efectivo en el planteamiento y desarrollo de sus ideas.
En segundo lugar, las Improvisaciones No. 3 para violín y piano, con Arón Bitrán y, de nuevo, Alberto Cruzprieto. Aquí, una muestra más de la falta de interés oficial por este homenaje: en el programa de mano, la obra estaba identificada como Invenciones No. 2. En esta pieza, Mata propone un lenguaje más severo y disjunto, de una angularidad que contrasta con las líneas fluidas de la Elegía precedente. Aquí, el piano tiene una mayor y más activa participación, en un contexto expresivo muy de la época (1965) en que la obra fue escrita.
El compositor propone en el centro de la pieza una sección de ritmo vivo y marcado a manera de contraste con los materiales que la rodean y, en general, utiliza con mayor frecuencia que en la Elegía los modos alternativos de ejecución instrumental. Para concluir la primera parte del programa, el Cuarteto Latinoamericano hizo una aguda interpretación del Cuarteto de Julián Orbón, personaje muy cercano a Mata quien, a su vez, fue el más importante promotor de la obra del compositor hispano-cubano.
De particular interés en el desarrollo de este cuarteto magníficamente moderno en el contexto de sus deliciosos arcaísmos, la posibilidad de detectar (sobre todo en los movimientos segundo y cuarto) trazos y gestos que también pueden hallarse en las espléndidas Tres versiones sinfónicas del propio Orbón.
Este concierto-homenaje concluyó con una sólida ejecución del Quinteto para piano y cuerdas de César Franck, con su concepción casi orquestal, su peculiar estructura inspirada en Liszt, sus densas texturas y sus mórbidas armonías.
Finalizado el homenaje no pude dejar de pensar en que, tristemente, una de las vertientes más importantes de la herencia de Eduardo Mata (mencionada tanto por Manuel de la Cera como por Gloria Carmona) parece haberse ido diluyendo con el paso de los años. En efecto, a Mata se debe la creación de un público universitario joven, entusiasta, curioso y, finalmente, apasionado por la música.
Ese público parece no existir más, si se considera que hoy día el público específico de la Orquesta Filarmónica de la UNAM parece ser el peor de todos, el que llega tarde y se va temprano, el que prefiere el sonido de su celular al sonido de Mahler, el que reniega de la música de hoy y desconfía de toda música mexicana que no sea huapango o danzón, ese público mezquino que grita y aplaude antes de que termine la música. Y ciertamente, no es un público formado por jóvenes universitarios. ¡Cuán corta y veleidosa es nuestra memoria colectiva!