Las historias de otros
Volcánicamente hablando, él llegaba cuando la lava ya se había enfriado y poseía de hecho los duraderos atributos de la piedra. Arsenio sacaba de allí la historia viva, líquida, caliente, como si la hubiera vivido, o como si supiera leerla en las columnas basálticas y la fibrosa vegetación silvestre de los pedregales. Donde hubo fuego... se repetía, con la ironía atravesada.
Si nos pusiéramos moralistas, que no es el caso, diríamos que las historias que desenterraba y transmitía eran indecentes, como indecente era el carácter de su propia curiosidad. Pero, ¿saben qué? No podía evitarlo. Un instinto con el que se nace, tal vez un error genético que evoluciona a un talento definido e imprevisto.
Vivía de las historias de otros, como hay quien vive del dinero, del miedo, de la sangre de otros. Ese dejo vampiresco en sus instintos lo perturbaba, pero se apaciguaba los adentros con la coartada del biógrafo y el historiador: no te preocupes, ya están muertos.
Zopilote no se sentía, pues no sacaba provecho alguno de aquello. Y eso, sin despreciar el trabajo de los zopilotes, que prestan un servicio social incalculable que la naturaleza agradece: digerir las pestilencias y reintegrar la carroña con dignidad terrena al ciclo del nitrógeno y los nada castos pero intensos efectos de la Luna sobre los párpados de la Tierra.
Se había labrado una carrera académica y una identidad social con eso. Sus meritorios volúmenes ya alcanzaban ediciones con lomos de tela y letras de oro, dignas de ornamentar despachos de abogados famosos. Arqueólogo de los chismes antiguos, tenía en Pompeya su paradigma, tan obvio que hasta pornográfica resultaba su demostración contínua de que Sodoma sucede en un lugar cualquiera. Todos vivimos en "Peyton Place".
Santo y bueno hubiera sido que esos hallazgos los reservara al pasado, en el reino de papel donde moran los muertos que no han callado. Pero su "defecto" era incontrolable, y él caminaba entre los vivos como voyeur voraz e involuntario, enterándose de lo que no debía ni le tocaba ni, en fin, le interesaba. Fantoche que oye voces y desentierra de entre líneas el olvido ajeno.
Que si llegaba al parque y encontraba una mujer con un perro. Sentados, ella en una banca y el can en la grava. La viuda y el viejo Fido, que tenía la cara del difunto esposo, por aquello de que el perro acaba por parecerse a su dueño y viceversa. Fido no se parecía a ella. Y entonces Arsenio discernía hasta el detalle más impúdico de una juventud antiquísima las razones por las cuales el perro se parecía sólo al marido y no a la mujer que cohabitó con ambos el mismo tiempo; Fido, para colmo, seguía vivo y coleando (residualmente) a los pies del ama sobreviviente, vegetando un privilegio que se sostenía ya sólo de sus rentas. Muy convenientemente, ella había perdonado los recuerdos.
El historiador de otros siglos veía, leía, respiraba las escenas de humillación, deseo y sometimiento, las palabras como espadas que se tendieron la ahora viuda y el ahora muerto en una cotidianidad de mucha Luna y unas cuántas malvadas estrellas. Y a ver, ¿con qué derecho miraba y leía Arsenio esas miserias, esas vidas verdaderas, íntimas, secretas y avergonzadas de gente que no conocía y cuyos destinos nunca cruzarían el suyo?
Y del suyo no hablaba, ni se enteraba. Lo depositó en el destino de otros hasta diluirlo. En otra existencia hubiese sido un mero lector de novelas, un chiflado don Quijote, una histérica madame Bovary. En su existencia fue (descansa en paz) una suerte de sismógrafo sentimental operado desde el íntimo vacío del genio inútil.
Arsenio llegaba, ponía el ojo y desnudaba al desapercibido prójimo. Una pareja en particular atrapada en lo insufrible, o una madre con su hija mayor, odiándose. Los tres condiscípulos siempre juntos y en juerga que se detestaban por motivos inconfesables. O, por caso, una familia "normal y perfecta" constituída por pequeños infiernos y grandes simulacros. Los desnudamientos de Arsenio, su crueldad de cirujano, representaban el peligro de un daño "moral" de proporciones por así decir, volcánicas.
Que regrese a las bibliotecas, que desentrañe los graffitis obscenos y los escándalos de alcoba de las pompeyas inertes, clamaban para sus adentros sus colegas, que eran gente normal, con familia, secretas debilidades de buró y aficiones deportivas los domingos. Que se calle y recluya en su estudio, que nos revele los secretos de los muertos, y que a los vivos nos deje en paz.