Whisky: protagonista y persona
El título de esta película prometió, como en el caso de Japón, de Carlos Reygadas, una sorpresa que acabó por serlo. Dos momentos lingüísticos determinaron su bautizo, que no puede ser más afortunado, porque llama al espectador a verificar qué es lo que puede desencadenar un vocablo que no vende trama, pero que condensa un sinfín de alusiones.
Fui a la función inaugural en la Cineteca, lo que proporcionó oportunidad de hacer una comparación. Hay contraste radical entre el actor Andrés Pazos, como persona, y su personaje. Jacobo Kröller es un sujeto algo más que de mediana edad, edípico, depresivo, casi misógino (no del todo, cosa que la trama revela, pero muy indirectamente), dueño de una discretísima y anticuada fábrica de medias y calcetines en Montevideo y rutinario a morir.
El actor que lo encarna parece ser más joven que su personaje, es simpático, alegre, con extraordinaria facilidad de palabra, dispuesto a entablar diálogo, generoso y se diría que hasta guapo; hay un abismo entre ellos, pero no sé a qué persona del público se le ocurrió solicitar lo insolicitable: la crítica por parte de Andrés Pazos a la idiosincrasia del personaje que encarna. ¿Cómo solicitar eso?, sería tanto como criticar los desatinos del Rey Lear en vez de poner atención a los desempeños de quien lo representa.
El éxito de la multipremiada película a criterio del actor Pazos se debe, en buena medida, a los guionistas y directores: dos cineastas muy jóvenes que ya antes ha-bían alcanzado status con 25 wats. Ellos son Juan Pablo Rebella y Pablo Stoll.
Si se piensa que los protagonistas masculinos deben ser tan seductores como Gael García, tan plurivalentes como Daniel Giménez Cacho o tan volcados en su expresión como Benicio del Toro, se está equivocado. Lo mismo si se cree que una mujer como Mirella Pascual es incapaz de proyectar imagen de mujer adulta del tipo de Marisa Paredes, belleza otoñal de suma distinción. Mirella conserva inclusive su sex appeal.
Los tres protagonistas de Whisky son magníficos actores de experiencia teatrística y aquí encarnan gente de todos los días, sin heroísmos ni situaciones estelares. Los directores les supieron entresacar momentos de sutileza suma como cuando la cámara sigue la mirada de Marta (Mirella) enfrentándose al hábitat desordenado o cuando inesperadamente Jacobo pone su mano sobre la suya con objeto de vencer al contrincante en el juego de diávolo o cuando escucha decir a los recién casados que el número 24 no les trajo suerte en la ruleta.
Igual Hermann (Jorge Bolani) encantado al escuchar que Mirella puede pronunciar no sólo nombres, sino frases al revés, formulando así un nuevo lenguaje.
No hay muchas vistas de Montevideo, pero sí hay una temporalidad que resulta interesante de verificar. La jornada fabril empieza (según la película) a las 7.30 de la mañana y termina 10 horas después. Como el tiempo narrado ocupa un lapso aproximado de unos cuatro días en dos locaciones, el espectador puede deducir que la acción tiene lugar a comienzos o al final del invierno.
Otros detalles (a los que el cine mexicano suele ser ajeno, aunque haya hoy buenas películas nacionales) tienen como razón de ser la captación casi morosa, intimista, del detalle, al que la cámara convierte en metáfora. Así, el protagonista escribe en una antiquísima máquina de escribir que no es ni siquiera eléctrica, en plena era de las computadoras.
En Brasil -contrapunto de la situación a través de Hermann- las cosas son distintas y por eso él es más próspero (aparentemente) y sabe divertirse. Como ser humano, Marta es quien se lleva las palmas. Ella es infinitamente más biófila y más transformadora que el depositario de su amor platónico.
No es una historia local, por más que se dice que los habitantes de Montevideo en 50 por ciento afirman coincidir en tónica con el ánimo descrito. Se trata de una historia interiorista, con intríngulis que involucran la rutina, la mecanización, el horror al cambio, el atraso, la imposibilidad y también la posibilidad de modificación existencial. Ni en cuanto a detalle fílmico, ni a guión, se equipara a los temas actuales del cine mexicano, que suele ser más llamativo y, por tanto, más local, más abocado a abordar rasgos arquetípicos, como si las historias privadas no existiesen.
Además, la identidad ''judía" (los dos protagonistas varones: Jacobo y Hermann son hermanos y su reunión tiene que ver con una ceremonia en el cementerio israelita) está también diluida, pues se presentan como par de opuestos.