El Quijote y el amor
El personaje de Don Quijote encarna la ausencia de pasión de la carne como agente de transparencia entre Dios y el hombre. Las entrañas de éste no claman ni reclaman; su inexistencia deja todo al ser y al no ser, al pensar y al pensamiento. No sueña este ser con encarnarse. El misterio cristiano de la Encarnación no le roza apenas, ni el de la pasión ni el del dolor divino a lo humano. No acepta ni pide la humanización de Dios.
Tampoco pide tiempo, no reclama existir, sin embargo escapa, logra escapar a la súplica y la ofrenda para ir en busca del solitario olivo, de la hospitalidad de la venta y la mujer: blanca hospedería, verde olivo, y aunque imposible, vuelve los ojos a la mujer, fantasía de gacela en celo. Y así nos dice Machado: ''Todo amor es fantasía;/ él inventa el año, el día,/ la hora y su melodía;/ inventa el amante y, más,/ la amada. No prueba nada,/ contra el amor, que la amada/ no haya existido jamás''.
El amor se devela como el caudal de un río, pero en esencia sin que aparezca un objeto concreto en su ribera. La mujer captada en su esencia por Machado (Abel Martín) es el anverso del ser. Aquella que siempre ha estado esperando -virgen, esquiva, blanca sombra, sombra de amor, fantasía inasible, melancólica inspiración, compás de espera, maternal susurro, indescifrable escritura, desdoblado anhelo-. Historia de ausencia, de búsqueda eterna, de deseo sin encuentro.
El amor para el poeta, así como en El Quijote y en la concepción freudiana es una eterna búsqueda sin posibilidad de encuentro. Sin embargo, el amor como el arte, la poesía y el sicoanálisis conlleva su propio tiempo, tiempo que trasciende a todo tiempo, tiempo salido de sus goznes. En el acecho, en la espera, en el crearse y en el renacer, el amor hiere como la tempestad y el rayo.
De las sombras y sus laberintos emerge para herir con su deslumbrante haz de luz. Herida que fluye fuera del tiempo y de la razón, pero que apunta en su blanco al centro del ser. Fluye el amor que no confluye en los amantes, los atraviesa, los traspasa, no sin dejar su pálpito incandescente en el alma. Y así el amor escapa a toda lógica ordinaria. Así el hombre y la mujer aman porque aman. Locura o cordura, iluminación mística o enceguecimiento de la razón.
Así para Don Quijote, Dulcinea es tan sólo huella de una presencia imposible, equívoco y desesperación del amor, tan sólo escritura deleznable, diosa antigua, virgen pagana, plegaria y encantamiento, por tanto dice a Sancho: ''Pintola en la imaginación como la deseó (...) y diga cada uno lo que quisiera".
El amor engendra un pensamiento de amor, y este arde y tiembla, como todo aquello que se devela ante el desasosiego que produce la revelación. Y en este arder del pensamiento hay una aproximación al origen, a lo interior, hacia la profundidad y los ojos del poeta no preguntan mas buscan el ver, es decir, el ver en la mirada del otro. Luego el perderse implica una búsqueda, ir en pos de un hallazgo cuyo secreto sólo el otro pareciera conocer, búsqueda del misterio del otro, de la locura del otro de lo desconocido que por ello mismo nos subyuga. En palabras de Zambrano: ''Y el amor no temblaría. Haría arder y ardería inextinguiblemente''.
Quizá la amante no acuda nunca a la cita, más todo amor la recrea, la eleva, tras ese acto de fe en ella, que sería como una visión de la imposible presencia de la ausente. El horizonte de las ausencias se extiende tras límites insospechados. Tal fue el amor de Don Quijote por Dulcinea. Ese acto de fe que crea y recrea al ser en su ausencia (Fort-Da freudiano).
El Quijote, más que un libro, es una herida abierta a los tiempos, una invitación a renacer, un eterno sueño.