Usted está aquí: sábado 2 de abril de 2005 Política En defensa propia

Gustavo Iruegas

En defensa propia

La democracia mexicana está todavía muy lejos de la consonancia con la disposición doctrinaria del artículo tercero constitucional que manda considerarla "(...) no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo". Otra concepción dice que la democracia termina siendo participación, oposición y tolerancia. Nosotros no vivimos en una sociedad democrática: en términos económicos, porque la mayoría de la población no participa de la riqueza ni de los bienes que crea; en términos sociales, porque no participa de los servicios elementales, como salud, educación, empleo, seguridad, y en términos políticos, porque no participa de las tareas de interés público y ni siquiera de las que atañen directamente al proceso de elección de gobernantes. Contamos apenas con una democracia superficialmente electoral.

Ese capítulo de la democracia, la elección de gobernantes, ha sido convertido por sus apologistas -vale decir Estados Unidos y seguidores- en el objeto y motivo de la democracia y, aún así, lo han manipulado hasta el punto de que los pueblos terminan siendo marginados de la elección de sus gobernantes. El pueblo estadunidense elige a su presidente, pero solamente puede escoger entre dos de sus ciudadanos, y esos dos son postulados por las dirigencias partidistas que a su vez acatan las indicaciones del dinero y del poder antes que las de su militancia y, por supuesto, antes que las de su pueblo. Como su origen es el mismo, las diferencias entre ambos candidatos son mínimas y las elites estarán cómodas con cualquiera que sea elegido.

En México no estamos mejor. El vértice del poder de los regímenes priístas lo constituía el hecho de que el Presidente de la República se reservaba para sí el derecho de postular a quién sería su sucesor, acto con el cual el proceso electoral y la elección misma resultaban meramente ceremoniales. En la actualidad, la elección de candidatos sigue siendo una parcela de poder reservado a las dirigencias y, por su conducto, de las elites. En ninguno de los dos casos la postulación de candidatos es un ejercicio democrático.

A pesar de lo anterior, hoy tenemos una situación que en la historia nacional es una verdadera anomalía. Hay un candidato a la Presidencia de la República postulado por el pueblo. Andrés Manuel López Obrador no ha sido postulado por su partido. La suya es una candidatura que ha surgido de su propia popularidad. De hecho, el elemento aglutinador en su partido es la posibilidad que ofrece su candidatura. Pero López Obrador está en peligro de desaparecer como opción de gobierno para el pueblo de México. El gobierno de la República -los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo en conjunto- han iniciado un proceso que terminaría con las posibilidades de su gobierno, de su candidatura y quizá de su libertad. Se le acusa de desatender una orden judicial por un asunto muy menor que alcanza proporciones históricas por el afán legalista del gobierno.

No es posible para el ciudadano común saber si la acusación tiene bases ciertas; necesitaría tener a su disposición los enormes volúmenes que constituyen los expedientes del caso, y aún así lo más probable es que no pudiera llegar a una conclusión. Así lo demuestra la incapacidad de los diputados de la sección instructora para llegar a una conclusión después de varios meses de disponer de los expedientes. En cambio, es evidente que el supuesto desacato no tiene consecuencias irreversibles, ni siquiera mayores, en el litigio acerca del terreno en disputa. Se presenta como la actitud de un gobierno empeñado en el predominio de las soluciones de estricto derecho en los asuntos políticos y sociales, pero no se entiende sino como un pretexto de juridicidad para un fin político.

Don Mariano Azuela hubiera podido evitar a la nación el problema que ahora afronta si se hubiera tomado tres minutos para hacer una llamada telefónica a su vecino del Zócalo y avisarle que debería acatar el mandato judicial o afrontar las consecuencias. Pero prefirió dirigirse al procurador general de la República y luego acompañarlo en acuerdo a Los Pinos para tomar la decisión que hoy tiene en jaque a México y a ellos mismos.

Resultaría fuera de proporciones imaginar que el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación no supiera que la sanción debe guardar cierta proporcionalidad con la falta. Lo mismo sería pretender que no consideró que la sanción que busca perjudica a terceros, tantos terceros que con su número y su decisión asustan a toda la clase política mexicana. No cabe pensar en el error. Es sin duda una maquinación desde el poder para doblegar la voluntad popular.

Hoy por hoy, Andrés Manuel López Obrador es un candidato popular a la Presidencia de la República. Sus postulantes son quienes forman parte de las mayorías empobrecidas pero esperanzadas en alcanzar, ahora sí, el viejo anhelo de elegir a un candidato propio. Para lograrlo tienen que actuar en defensa propia.

 
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