San Romero de América
Con distintos actos, que se prolongarán hasta las cinco de la madrugada del domingo próximo, hoy conmemoran oficialmente en El Salvador el 25 aniversario del fallecimiento de monseñor Oscar Arnulfo Romero, cuarto arzobispo de San Salvador, y clausuran el año jubilar consagrado a su memoria.
San Romero de América, como lo invoca con el pueblo pobre don Pedro Casaldáliga, obispo emérito de Sao Félix do Araguaia, en el Mato Grosso brasileño, fue asesinado el 24 de marzo de 1980 -por órdenes del mayor del Ejército salvadoreño Roberto D'Aubuisson, líder de los escuadrones de la muerte y fundador del partido Alianza Republicana Nacionalista (Arena)- al final de su predicación, durante una misa que celebraba por el eterno descanso de la mamá del valiente periodista Jorge Pinto, director del periódico El Independiente, asilado por aquellos años en México.
Hoy está absolutamente comprobado que el ex capitán de la Fuerza Aérea salvadoreña Alvaro Rafael Saravia fue quien recogió y envió en su propio coche a la capilla del hospital de cancerosos La Divina Providencia al francotirador que, con un rifle de alto poder, con mira telescópica, disparó una sola bala expansiva, dirigida directamente al corazón del arzobispo. Su chofer, Amado Antonio Garay, confesó además en un juzgado civil del distrito este de California, que condenó a Saravia el pasado 3 de septiembre a pagar a la familia de monseñor Romero 10 millones de dólares, por concepto de daños compensatorios y punitivos, que después de cometer a las 6:26 de la tarde de ese día el delito, calificado de lesa humanidad por el juez Oliver Wanger, el ex capitán se presentó personalmente ante D'Aubuisson, en la residencia de una colonia rica de San Salvador, para rendirle el parte: "misión cumplida".
Es muy probable que antes de la bendición del nuevo monumento artístico -el tercero que desde aquella fecha contiene los venerados restos de monseñor Romero-, en la cripta recién restaurada de la catedral de San Salvador, monseñor Vincenzo Paglia, postulador de la causa de beatificación jurídica de monseñor Romero, confirme la noticia que trascendió a la prensa hace ya 15 días: que la congregación de la doctrina de la fe no encontró en Roma nada en contra de la fe y la moral católicas en todos sus escritos: las notas de sus retiros espirituales de cada año, desde 1966, hasta 1980; los siete volúmenes que contienen la mayor parte de sus sermones y cartas pastorales, y el diario que escribió durante los tres años fue arzobispo de San Salvador.
Como expresó recientemente monseñor Ricardo Urioste, quien fue su vicario general, y luego juez del tribunal eclesiástico que declaró a monseñor Romero "siervo de Dios", el primero de noviembre de 1996, en la clausura del proceso diocesano de canonización, el Vaticano está convencido de que Romero fue un santo, pero que así desgraciadamente no lo reconoce todavía, porque aún viven personas que, llamándose católicas, se siguen mostrando indiferentes ante su sacrílego asesinato, o, por encima de cualquier evidencia, se oponen a su canonización.
No hay que olvidar tampoco que los recientes gobiernos de la República de El Salvador han emanado precisamente del partido Arena. Como se lee en la edición especial del órgano hoy oficioso del Arzobispado de San Salvador, y que muchos recordamos, las circunstancias sociopolíticas marcaron grandemente la postura y actividad pastoral de monseñor Romero: fue realmente un pastor, un profeta, un amigo, un hermano y un padre de todo el pueblo salvadoreño, especialmente de los más pobres, débiles y marginados. Fue la voz de los sin voz. Desde su cátedra dominical denunció fuertemente todo pecado personal y social, y anunció la buena nueva encarnada del Evangelio. Fue un hombre humilde, "el hombre del diálogo", que supo afrontar como cristiano los graves problemas por los que atravesaba su feligresía. Recogió la sangre, las inquietudes, el dolor, las esperanzas del sufrido pueblo salvadoreño, y como todo buen pastor, supo dar la vida por sus ovejas.
Todavía resuenan en las paredes de la catedral de San Salvador, y aún más allá, las palabras de su última homilía, que firmaron su sentencia de muerte, dirigidas a los miembros de las fuerzas de seguridad: "Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos, y ante una orden de matar que dé un hombre, debe prevalecer la ley de Dios, que dice: 'No matar'. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios. Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia, y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado (...) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡cese a la represión!"