Usted está aquí: miércoles 13 de abril de 2005 Opinión México: ¿siempre fiel?

Carlos Martínez García

México: ¿siempre fiel?

Escuchamos, vimos y leímos toda clase de expresiones saturadas de admiración y devoción por Juan Pablo II, acerca de su particular relación con nuestro país y los millones de fieles católicos que desbordaron entusiasmo y cariño por el Papa en sus cinco visitas a México. Una y otra vez, sobre todo en televisión, transmitieron imagen y sonido de la ocasión en que Karol Wojtyla terminó su discurso con la frase que desde su emisión se hizo canónica: ¡México, siempre fiel!

Un dirigente religioso como el Papa recién fallecido, quien eligió convertirse en una figura que privilegió la transmisión de su ministerio por los gigantescos mass media, tuvo unos funerales acordes a la lógica del espectáculo, en los que el despliegue tecnológico fue similar a la transmisión de un concierto de rock, el más reciente Superbowl o una final de la Copa del Mundo de futbol. Pero, y después de todo esto, ¿qué queda en millones de sus seguidores, sobre todo mexicanos(as)? ¿Un ejemplo a seguir? ¿La aplicación de sus enseñanzas a la vida cotidiana? ¿Mayor compromiso con la Iglesia católica?

Para la gran mayoría la figura de Juan Pablo II será, con el correr del tiempo, una evocación de lo bonito que sintieron al verlo, de lo emocionados que estaban al escuchar sus palabras, pero muy pocos tendrán como norma de vida sus directrices morales. Esta no es una afirmación gratuita: con Juan Pablo II en vida, los mexicanos se inclinaron mayoritariamente por hacer a un lado las enseñanzas sexuales y reproductivas emanadas desde Roma; prefirieron la enseñanza laica en las escuelas públicas; desaprobaron la participación política de sus ministros de culto; aceptaron que el celibato sacerdotal fuera opcional y no obligatorio; al catolicismo popular le tiene sin cuidado si sus creencias y prácticas contradicen flagrantemente al oficial, y la lista podría seguir.

Quien confunda la devoción de millones de mexicanos a Juan Pablo II con la vitalidad del catolicismo en nuestras tierras tiene un serio problema de percepción. Para empezar las cifras muestran que lo existente en nuestro país es un decrecimiento constante de la religión católica romana.

Hoy en México poco más de 80 por ciento de la población se identifica católica. El resto tiene otra o ninguna religión. En 1970, según datos del Instituto Nacional de Geografía Informática y Estadística, 96.2 por ciento dijo ser católico. Para el año 2000 el porcentaje disminuyó a 87.8, y a la mitad de esta primera década del siglo XXI es probable, según mis proyecciones, que esté rondando 80 por ciento. En el mismo lapso de tres décadas las iglesias protestantes/evangélicas, de acuerdo con la misma fuente, casi cuadruplicaron su crecimiento, al pasar en 1970 de alcanzar a 1.8 por ciento de la población mexicana a 7.3 por ciento en 2000. Entonces, México es cada vez menos católico y así lo demuestran los estudios estadísticos.

No obstante que la grey católica decrece porcentualmente, de todas maneras es un universo inmenso al que la jerarquía clerical está imposibilitada de atender pastoralmente. En primer lugar porque una parte, creo que la mayor de ese universo, tiene escaso o ningún interés en acercarse a los clérigos para ser formada en la fe que dice tener. Por otra parte, quienes sí tienen ese interés no alcanzan a ser atendidos dado el insuficiente número de sacerdotes. Cuestión que no parece tener solución porque las vocaciones sacerdotales no crecen a la par de la supuesta demanda del pueblo católico. Los insuficientes sacerdotes en activo son de edad avanzada y su pronto retiro agravará aún más el déficit en el deteriorado renglón de atención pastoral a los creyentes católicos.

El alto rating de Juan Pablo II entre los católicos mexicanos, su innegable capacidad para conmoverlos y despertar su veneración, pudimos constatarlos en los días que transcurrieron de su muerte a su funeral. Hubo todo tipo de iniciativas para externar al Papa difunto el amor popular; varias de esas iniciativas fueron espontáneas. Pero otras tuvieron por origen a las televisoras u organizaciones cercanas a ellas, que echaron mano de la sensiblería más atroz. Como la de hacer que el papamóvil, con algunos objetos que usó Juan Pablo II, hiciera un último recorrido por las calles de la ciudad de México. No faltaron quienes salieron al paso del transporte para acariciarlo y acto seguido untarse en alguna parte del cuerpo lo que creían habían capturado al tocar la reliquia rodante. Solemnidad y relajo se mezclaron en una forma muy propia de la religiosidad popular.

La fidelidad mexicana a Juan Pablo II para nada es transferible automáticamente a la Iglesia católica como institución. Incluso esa fidelidad es más bien de tipo mágico, taumatúrgica, que no guarda relación con la vida cotidiana, sino que sólo se muestra ocasionalmente y de forma arrebatada. Los arranques místicos fugaces no deben ser confundidos con apego a las normas enseñadas por el personaje que provocaba esas experiencias.

 
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