Usted está aquí: miércoles 13 de abril de 2005 Política Sitio y tiempo para la canallada

Luis Linares Zapata

Sitio y tiempo para la canallada

El golpe a la boca del estómago de millones de mexicanos fue seco, lastimoso, abultado por la impotencia de la canalla que lo asestó. Lo dio frente a la nación y no siente vergüenza ni dice arrepentirse, pero se llena de ropajes legaloides para, torpemente, disimular su baja y errada intención. Pretende eliminar de un tajo, obedeciendo consignas inocultables, a un aspirante que goza, porque se las ha ganado a pulso mañanero, de arraigadas simpatías entre vastos sectores de la sociedad nacional. De esa clase de ciudadanos que fueron a las ocho de la mañana a oír cómo López Obrador decía su verdad. A estar con él en una hora trágica para la democracia porque lo es para con sus derechos a punto de ser conculcados. Quisieron presentarse en el Zócalo aun a costa de severos sacrificios personales. Pero también lo acompañaron otros varios millones que oyeron la narración del suceso en la radio o lo observaron por los dos canales de televisión disponibles, ambos con audiencias restringidas. Y de otros muchos más que no lo pudieron hacer ese aciago día, pero que, sin duda, acusan el impacto del puñetazo en las zonas blandas de su humanidad, ya resentida de por sí debido a privaciones seculares. Ahí estaban, con su calor y el entusiasmo que despliegan las auténticas gentes decentes, de esas que real y hasta penosamente lo son. Y el dolor sentido lo llevan muy dentro, endurecido por esa rabia de dignidad ofendida. Sabedores de que sus demoledores efectos no se disuelven. Al contrario, se ramifican y buscan salidas que, de variadas maneras, habrán de hallarse.

Llegará el día de los desquites, el tiempo de las curas, el rencauce de las oportunidades que hoy se tratan de negar, del regocijo en que desemboca la prestancia defendida con dignidad. Ahora es el momento de las penas compartidas y la generosidad de saber que se estuvo ahí y que se escuchó el llamado del deber.

Se sabe, porque la canalla lo ha anunciado de manera repetida, cansina, monocorde, mustia, que todavía piensa repartir otros mandobles a diestra y siniestra. Tiene que cumplimentar, hasta la última instancia, los dictados de aquellos pocos que, en realidad, le mandan. Esos cuantos que, desde el privilegio desmesurado, doblegan con sus poderosas sinrazones a sus dirigentes partidarios y que López Obrador identificó con precisión y soltura durante su acusador discurso en esa Cámara convertida en jurado de procedencia. Esos mandones no se conforman con el primer descontón, quieren asestar el definitivo, el de la inhabilitación. Librarse para siempre del candidato molesto, incómodo, el que amenaza sus abultados intereses amasados en la ilegalidad, odiado por la vista, la epidermis y lo demás. Para ello tienen pensando un grueso arsenal de satrapías adicionales.

La escena a padecer enseguida por el cuerpo colectivo es la inminencia de la cárcel, el ya ensayado rol de los jueces. No quieren dejar nada al arbitrio del agitador. Nada de mensajes a los apoyadores, ningún recurso de comunicación con el movimiento desatado le será permitido, tal como anunció ese triste funcionario en que se ha convertido (quizá porque siempre fue no sólo triste, sino tétrico personaje) el que debía, por su mera función pública, desempeñarse como un ágil y expedito subprocurador de justicia, aunque lo fuera de la no menos vilipendiada PGR.

Sin embargo, todo indica que los operadores del desafuero, y los que lo ordenaron, no han aquilatado la capacidad de asimilación del pueblo, lo regresivo de sus ataques, por arteros que sean. Desprecian la furia con la que se dará continuidad a la resistencia civil hasta lograr encarrilar, de nueva cuenta, esa transición democrática por los rumbos emprendidos hace ya casi medio siglo.

Pero la herida que se abrió en ese cuerpo colectivo es profunda. La abrieron con saña, en lo oscuro, negándola a cada golpe de denuncia, es decir, a traición. De ésas que no cicatrizan de la noche a la mañana, sino que van supurando a medida que se suceden los raspones y los tajos que todavía faltan por sufrir.

La separación producida es notable a simple vista. Aparece en las primeras palabras cruzadas por los bandos que se han formado en las ciudades, los barrios, las familias, los lugares de recreo o trabajo. Se endurece a medida que se adentra en las disparidades con las que se enjuicia el pasado y el presente. Crece en cuanto se entrecruzan visiones a futuro. Y se choca de manera frontal cuando se defienden posiciones personales, partidarias o de simple grupo o clan. Uno de esos lados de la herida es abrumadoramente mayoritario y quiere ser enjuiciado como el violento. El otro hace gala de su poderío, alegada eficacia, control de medios y hasta de su desprecio por la oposición a la que no ve ni tampoco quiere oír. Estos presuponen corta mirada a los demás, irresponsabilidad, borreguismo, falta de criterio en las muchedumbres, en el peladaje. Los más alegan motivos justicieros, cansancio de los abusos, voluntad de dar por terminadas las etapas de obediencia, impunidad y manipuleo. Y todo este pleito no quedará saldado ni siquiera con una elección apegada a todas las reglas recientemente escritas, y donde todos tengan oportunidad de escoger su opción preferida.

La discordia va adquiriendo vida propia y se prolongará por una o dos generaciones por venir. Así de grave es el asunto que ahora divide a los mexicanos y que fue provocado, de manera por demás irresponsable, por la canalla y sus patrocinadores.

 
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