Editorial
La caja de Pandora
En los meses y días previos a la consumación del operativo gubernamental para desaforar al jefe de Gobierno capitalino, Andrés Manuel López Obrador, diversos analistas señalaron los riesgos de que esa maniobra orientada, como ha quedado claro, a impedir la participación del político tabasqueño en los comicios presidenciales de 2006 generara desestabilización política y despertara en el país pasiones políticas difíciles de encauzar por vías pacíficas e institucionales. En forma no del todo sorprendente, la sociedad ha respondido con enorme madurez y sentido cívico a esa maquinación de panistas, priístas, foxista y salinista, y el atropello a López Obrador, al gobierno capitalino, a los ciudadanos y a la democracia no ha generado respuestas descontroladas ni atentados al orden, la legalidad y la paz.
Fue en las filas del grupo gobernante, en cambio, donde se abrió una caja de Pandora que dejó ver, una vez más, el desorden que impera desde siempre en la presidencia foxista. No bien el funcionario desaforado anunció su decisión de volver al cargo, el partido del desafuero esto es, el gobierno federal y sus aliados priístas y panistas se desbarató en un muestrario de declaraciones contradictorias.
El vocero presidencial, en un lamentable ejercicio de imitación de las conferencias matutinas de prensa del propio López Obrador, interpretó la resolución de la Cámara de Diputados como una sentencia de separación del cargo del tabasqueño, pero aseguró que el Ejecutivo federal no podía decidir si el regreso del gobernante capitalino a su puesto es legal o no. Horas después, el subprocurador Carlos Vega Memije, quien, hasta donde se sabe, es un empleado de ese mismo Ejecutivo federal del que habló el portavoz de Los Pinos, se apresuró a amenazar con la imputación de nuevos delitos en caso de que el representante popular desaforado regrese a su oficina.
No está de más recordar que el subprocurador referido se presentó, en un principio, como entusiasta y solícito gestor del desafuero, el encarcelamiento y hasta el silenciamiento de López Obrador, y que una vez que los diputados panistas y priístas privaron a éste de su inmunidad constitucional, Vega Memije encarnó un papel distinto: el de un sujeto paralizado por dudas hamletianas en torno a la consignación penal. El tránsito de uno a otro personaje fue percibido por la opinión pública en forma diferente: la inacción de la PGR sólo podía ser consecuencia de ineptitud extrema o bien de cálculos politiqueros de tiempos y circunstancias, una manera de medrar con el inicio del proceso penal para usarlo como espada de Damocles contra el hombre a quien las encuestas señalan como favorito entre los ciudadanos para la elección presidencial del año entrante.
Poco más tarde, el subsecretario de Gobernación Felipe González prefiguró una postura más: dijo que en el palacio de Covián "no tenemos nada ni en contra ni a favor" del retorno de López Obrador a su cargo de representación popular porque "el gobierno federal no tiene ninguna injerencia" en el proceso judicial. Por su parte, el superior jerárquico de este declarante, Santiago Creel Miranda, titular de Gobernación, anunció después un inesperado "deseo" del Ejecutivo federal de encontrar "una solución política", una vez que los órganos jurisdiccionales resuelvan las controversias constitucionales entre la Asamblea Legislativa del Distrito Federal y la Cámara de Diputados sobre las atribuciones de una y otra para desaforar al jefe de Gobierno capitalino.
Estas y otras posturas encontradas en el seno del foxismo, por no hablar de las que se expresan entre el Ejecutivo federal y sus aliados en el desafuero, los legisladores priístas, no sólo ponen de manifiesto el descontrol proverbial en el gobierno; son, además, consecuencia directa del desaseo con el que diputados y presuntos encargados de procurar justicia manipularon las leyes para atropellar a quien perciben como peligroso rival político. De esta forma, los desaforadores han colocado al país en una situación incierta y peligrosa y han sometido a una prueba de fuego innecesaria a una legislación no exenta de inconsistencias, lagunas y contradicciones, como la que existe por citar sólo una entre el artículo 111 constitucional ("el efecto de la declaración de que ha lugar a proceder contra el inculpado será separarlo de su encargo en tanto esté sujeto a proceso penal") y el artículo 28 de la Ley Federal de Responsabilidades de los Administradores Públicos ("si la Cámara de Diputados declara que ha lugar a proceder contra el inculpado, éste quedará inmediatamente separado de su empleo").
Sería esperanzador interpretar este desbarajuste como un intento del foxismo tardío, pero correcto por rectificar sus actitudes facciosas y buscar una salida política al problema monumental en el que han colocado a la República. Por desgracia, no está claro si las contradicciones oficiales señaladas apuntan en ese sentido, si es una muestra más de la bipolaridad gobernante, si se trata de una maniobra fallida de mera imagen pública de algunos políticos o si estamos ante una insubordinación de los policías con respecto a sus superiores constitucionales.