Usted está aquí: miércoles 20 de abril de 2005 Opinión El retroceso de la Iglesia

Editorial

El retroceso de la Iglesia

A contrapelo de las esperanzas de renovación y cambio que albergaban muchos fieles católicos, el cónclave cardenalicio reunido desde anteayer en Roma decidió algo peor que mantener a la Iglesia anclada en el conservadurismo: llevarla a una regresión de décadas o de siglos, y entregó el trono papal al cardenal alemán Joseph Ratzinger, quien hasta la muerte de Karol Wojtyla se desempeñó como guardián de la ortodoxia, brazo represor del Vaticano ante cualquier disenso teológico o pastoral y cara hostil de Roma frente a otros cultos, tanto cristianos como no cristianos.

Ratzinger, quien desde ayer es conocido con el nombre de Benedicto XVI, no deja mucho lugar a interrogantes sobre su papado. Su trayectoria de inquisidor permite prefigurar una gestión autoritaria, dogmática e intolerante y un dominio férreo y centralizado de las estructuras jerárquicas del catolicismo mundial. Su participación fue crucial en la ofensiva contra la teología de la liberación, que pretendió ser una alternativa social y moderna para el catolicismo latinoamericano. Los principales exponentes de esa corriente ­Leonardo Boff, Gustavo Gutiérrez, Samuel Ruiz, Joaquín Casaldáliga, Ignacio Ellacuría, Ernesto Cardenal, entre muchos otros­, por no hablar de teólogos heterodoxos europeos como Hans Küng, fueron sistemáticamente hostilizados, silenciados y castigados, en una ofensiva coordinada desde Roma precisamente por Ratzinger.

En el ámbito eclesiástico, el ahora papa cerró toda posibilidad de cambios que son vistos como necesarios por creyentes, por sacerdotes y hasta por algunos obispos, arzobispos y cardenales, como la ordenación de mujeres, el fin del celibato obligatorio, el fin del romanocentrismo y la mayor autonomía para las conferencias episcopales.

En el terreno moral, Ratzinger paralizó a la Iglesia católica en su rechazo a cualquier expresión de diversidad sexual y al divorcio; además reforzó las posturas condenatorias a la fecundación artificial, los anticonceptivos, el condón como instrumento de prevención del sida y el aborto en todas sus circunstancias.

En suma, el primer papa elegido en este milenio fue el artífice de la destrucción del legado del Concilio Vaticano II (1962-1965), en el cual se realizó un serio intento por colocar a la Iglesia católica en las realidades humanas y mundiales del siglo XX.

Podría pensarse que Ratzinger se limitó a acatar las órdenes de Juan Pablo II y a esperar su oportunidad, pero el hecho es que ejerció su trabajo de represor con un inocultable sello personal de entusiasmo y convicción. No hay motivo, en consecuencia, para llamarse a engaño sobre lo que el futuro próximo depara a los católicos y a su Iglesia.

Tan alarmante o más que la llegada de Benedicto XVI al trono de Pedro es la docilidad con que los integrantes del Colegio Cardenalicio se plegaron a las beligerantes directrices formuladas por el todavía cardenal Ratzinger en la misa inaugural del cónclave. En su homilía de anteayer, en efecto, el religioso alemán llamó a los electores a guiarse no por actitudes de diálogo y encuentro con el mundo, sino por el designio de enfrentar cualquier ideología que no concuerde con la ortodoxia católica. Tampoco es pertinente, entonces, hacerse ilusiones vanas: el conservadurismo, el dogmatismo y el autoritarismo gozan de consenso entre los cardenales, y la consecuencia lógica es que escogieron como nuevo papa a un hombre de convicciones inquisitoriales.

Pero la mala nueva no es motivo de consternación nada más para muchos católicos. Todo indica que en los años próximos la Iglesia católica, como protagonista destacada del tablero mundial, acentuará su inclinación a las alianzas con el poder, la autoridad, la reacción y la intransigencia, y dejará de lado la vocación de diálogo y de encuentro, las posturas ecuménicas, el papel de promotora de paz y entendimiento entre individuos y entre países.

 
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