Ratzinger:continuidad conservadora
En un Colegio Cardenalicio integrado por eclesiásticos nombrados prácticamente en su totalidad por Juan Pablo II, resultó electo un personaje de la alta burocracia católico-romana que trabajó varios años con el Papa recién fallecido. Los electores decidieron la continuidad de una línea teológica y pastoral que considera al mundo contemporáneo su enemigo. Y para enfrentar la amenaza del relativismo, Roma envían una señal clara al nombrar un nuevo cruzado.
Joseph Ratzinger fue parte durante casi 25 años del equipo de trabajo cercano a Karol Wojtyla. Este simple dato y las políticas eclesiásticas que le tocó poner en práctica al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe (antes Santo Oficio, Santa Inquisición) evidencian su profundo conocimiento e identificación con el conservadurismo del pontífice polaco.
Durante el largo papado de Juan Pablo II existieron observadores y analistas que gustaban de referirse a Wojtyla como un líder abierto y con disposición a transformar a la Iglesia católica. Mientras, por otra parte, esas mismas voces consideraban a la curia romana cerrada y sorda al pulso de los tiempos. Hacer esa dicotomía fue un serio error hermenéutico. La alta burocracia simplemente puso en activo las líneas doctrinales señaladas por Juan Pablo II. En esto Ratzinger fue un conspicuo político al servicio del máximo jerarca y sus filias y fobias.
En sus últimos años de vida, el círculo que formó Juan Pablo II alrededor suyo fue posicionándose para cuando fueran los días de nombrar un sustituto al frente de la Iglesia católica. La primera opción, dados los amarres tejidos desde la alta curia con los integrantes del Colegio Cardenalicio, era que resultara electo alguien del círculo mencionado. Esta probabilidad, para ser concretada, tenía que dirimirse en los primeros días del cónclave. Porque conforme fueran pasando los días sin elegir a un nuevo Papa, las posibilidades se abrían para otros cardenales que no eran integrantes del grupo asentado en Roma. Los controles funcionaron, además de afinidades ideológicas, y muy pronto se diluyó cualquier oportunidad de una elección que insinuara algunos cambios en la anquilosada institución.
Ratzinger se identificó plenamente con el camino seguido por Juan Pablo II para reposicionar a la Iglesia católica en el mundo contemporáneo. Como sabemos, la línea elegida fue la de cerrarse a cualquier puesta al día de la Iglesia y, más bien, hubo marcha atrás en algunas medidas resultantes del Concilio Vaticano II. Pero el conservadurismo de Karol Wojtyla tuvo en favor de los intereses eclesiásticos su carisma, su capacidad para movilizar a las masas, aunque fuera momentáneamente, y dar la impresión de una Iglesia católica vital y con influencia entre feligreses y simpatizantes. Ratzinger, en cambio, carece de esa personalidad carismática. Es seco y duro, como saben bien la infinidad de clérigos y teólogos católicos perseguidos inmisericordemente por el purpurado alemán. Las posiciones preconciliares de Juan Pablo II eran claras, pero la gente prestaba más atención a sus apariciones mediáticas que al contenido de sus discursos condenatorios del pluralismo contemporáneo. Por su parte, Joseph Ratzinger, habituado a trabajar eficaz pero silenciosamente en salvaguardar el perfil doctrinal de la Iglesia católica, tiene frente a sí el reto de aprender muy rápido a presentarse de manera agradable frente a los medios de comunicación electrónicos. Quién sabe si pueda hacerlo.
Durante su largo tiempo al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe tuvo a su cargo la misión de combatir a los considerados por él, con la anuencia de Juan Pablo II, enemigos de la Iglesia católica. Fue aquél quien puso en un documento las directrices de Roma sobre la subordinación de los teólogos católicos al magisterio de la Iglesia, es decir, a la burocracia conformada por obispos, arzobispos, cardenales y el Papa. En las páginas de Sobre la vocación eclesial del teólogo Joseph Ratzinger fue implacable contra cualquier crítica de pensadores católicos y los llamó a buscar la anuencia de las autoridades eclesiásticas y a obedecer lo que ellas determinaran. Los casos más sonados de su persecución fueron los del suizo Hans Küng y del brasileño Leonardo Boff. A este último no se sancionó a guardar silencio por su cercanía con las luchas populares, la teología de la liberación y su opción preferencial por los pobres, sino porque en su obra Iglesia, carisma y poder escribió que la propuesta de Martín Lutero en el siglo XVI fue correcta y la cerrazón católica la que ocasionó el cisma.
A los así llamados laicos, la Iglesia católica los seguirá relegando al papel de consumidores de lo que enseñan y ordenan sus autoridades. Con Ratzinger al frente, el verticalismo y concentración del poder en Roma se hace todavía más fuerte. El desdén por las otras confesiones cristianas, particularmente las que más crecen -como el pentecostalismo- estará lejos de aminorar, les van a seguir haciendo llamados para que regresen al redil. El integrismo de Ratzinger anuncia un Papa medieval para un mundo crecientemente diverso.
* Especialista en temas religiosos