El Chicago Latino cumple su mayoría de edad
Ampliar la imagen Una escena de El mago, de Jaime Aparicio
El pasado miércoles concluyó la 21ª edición del Chicago Latino Film Festival. Tenía siete años de no haber asistido a él y, de alguna forma, da gusto comprobar cómo algunas cosas se mantienen igual. Dirigido desde sus inicios por el colombiano Pepe Vargas, se trata del festival de cine iberoamericano más viejo en Estados Unidos, logrando mantenerse en su línea a pesar de los cambios de patrocinadores y los variables intereses culturales de las instituciones.
Este año la estrategia ha sido la misma: programar una selección representativa de cine hecho en Latinoamérica, España y Portugal -o en Estados Unidos, con tema hispano- e invitar a un grupo casi familiar de cineastas, periodistas y profesionales de la industria. Contra las expectativas, no se trataba de una repetición virtual del programa de otros festivales similares -el de Guadalajara, incluido- sino que había varios títulos desconocidos, sobre todo de países como Costa Rica, Ecuador y Paraguay, cuya producción cinematográfica es prácticamente nula. Que los resultados no sean afortunados es otro asunto pero el fenómeno, en sí, es interesante.
Por supuesto, la participación de España, México o Argentina es más numerosa. Dado que hay unos dos millones de mexicanos en Chicago, es comprensible el interés de programar películas nacionales para un público con un fuerte sentido de identidad. Una de los festejos tradicionales del Chicago Latino es la Noche Mexicana, una función especial en un teatro de mayor capacidad -en este caso, un auditorio de la Northwestern University-, con música de mariachis y toda la cosa. En esa función El mago tuvo un cálido recibimiento pero el realizador Jaime Aparicio no pudo comprobarlo porque le fue negada la visa de entrada a Estados Unidos.
Ese detalle fue en especial irónico ante la abarrotada exhibición de uno de los mejores documentales vistos en el festival: Wetback: an undocumented documentary (Mojado: el documental indocumentado), producción canadiense del mexicano Arturo Pérez Torres, que describe todos los pasos de la cruel ordalía que le espera a cualquier centroamericano que intente cruzar varias fronteras para llegar a Estados Unidos o Canadá. Lo más sorprendente del trabajo es comprobar cómo el obstáculo más peligroso es pasar por México. Aunque la calidad de la imagen no es óptima -y eso puede afectar su difusión- Wetback... es una mirada reveladora y rigurosa a un tema muchas veces abordado -y desaprovechado- por el cine.
Hablando de trabajadores inmigrantes, vale la pena apuntar que algunos actores mexicanos aparecieron protagonizando películas extranjeras: Vanesa Bauche en la canadiense A silent love, de Federico Hidalgo; Daniel Giménez Cacho en la colombiana Perder es cuestión de método, de Sergio Cabrera; y Maya Zapata en la costarricense Caribe, de Esteban Ramírez. Curiosamente, tanto Bauche como Zapata figuraban también en sendas cintas mexicanas -Digna hasta el último aliento y El mago- pero no estuvieron presentes en el festival. Por su parte, también se proyectó Donde acaban los caminos, producción guatemalteca bien dirigida por el mexicano Carlos García Agraz, que aún no se ha visto aquí.
Al margen de las exhibiciones, una de las actividades más productivas del Chicago Latino son sus almuerzos. Cada día, el festival organiza visitas a variados restaurantes de la ciudad con la finalidad de que los invitados puedan conocerse e intercambiar puntos de vista, cosa muy útil en un ambiente tan reducido -y a la vez, desconectado- como el del cine latinoamericano. Una de las limitaciones de los festivales grandes es el anonimato en que se pierde la mayoría de los asistentes, abrumados por la cantidad masiva de gente y las incontables proyecciones.
En una de esas ocasiones, pude conversar con el propio Vargas quien me explicó su deseo de no complicar las cosas con premios, jurados y similares (el festival sólo otorga el premio del público). Si el Chicago Latino Film Festival ha encontrado su nicho y funcionado así por años, no hay necesidad de hacer cambios estructurales. O, según reza el dicho gringo, "si no está roto, no lo arregles".