Usted está aquí: sábado 30 de abril de 2005 Opinión Sigfrido: aprender el miedo

Juan Arturo Brennan

Sigfrido: aprender el miedo

En el contexto del Festival de México en el Centro Histórico se llevó a cabo recientemente la puesta en escena de Sigfrido, tercera entrega de la Tetralogía de Richard Wagner. Como en las dos primeras óperas de la serie, las expectativas se cumplieron, y el equipo creativo de Guida, Vela, Ballina Graf, Rojas, Zapatero y Ballina Garza mantuvo cabalmente la coherencia con la propuesta global de este Anillo del nibelungo, así como el nivel de ejecución de sus distintos elementos. Aquí, coherencia no quiere decir esclavitud a lo hecho anteriormente, y en este sentido uno de los cambios más interesantes es que la escenografía ostenta un mayor número de planos visuales y, por ello, una profundidad aumentada.

Esta presencia escenográfica más compleja se vuelve por momentos ominosa y opresiva, y ello da solidez a algunas de las cimas dramáticas de Sigfrido. Las máscaras, el velo en la boca del escenario, los espacios pétreos, repetidamente criticados, siguen cumpliendo la función emblemática que les fue encomendada desde El oro del Rhin, para bien o para mal.

En su tercera puesta en escena del wagneriano anillo, Sergio Vela ha delineado con plena claridad el trayecto de su héroe, marcando puntualmente aquello que lo mueve y lo condiciona. El buen Sigfrido quiere, básicamente, cuatro cosas: tener su espada, saber quiénes fueron sus padres, aprender el miedo y largarse de ahí. Más tarde, será tocado por las épicas feromonas y subirá en busca de Brunhilda, como consecuencia directa de sus afanes primarios.

Para narrar esta historia, Vela ha asumido a plenitud (y con éxito) el perfil de cuento de hadas que Sigfrido tiene en mayor abundancia que las otras tres óperas de la Tetralogía. Así, el director de escena ha logrado una combinación irresistible: historia fantástica, tragedia griega y saga nórdica, todo ello sazonado, además, con buenos toques de humor que le van muy bien al aspecto feérico del asunto. En efecto, ver al ''enano sarnoso" que es Mime deshacerse del pájaro del bosque a resorterazos, es ciertamente un momento impagable en el portentoso y denso contexto wagneriano.

Tanto el mencionado Mime (Stuart Patterson) como su hermano Alberich (Jesús Suaste) han sido caracterizados (y bien actuados) como patéticos híbridos de simio, gnomo y animal indefinible, y es preciso mencionar que el rendimiento vocal y actoral de Suaste estuvo plenamente a la altura del reparto multinacional de este Sigfrido. Y si bien es el propio Sigfrido (heroicamente interpretado por Peter Svensson) quien ancla y conduce la ópera, tanto en lo musical como en lo escénico, destaco puntualmente la poderosa proyección vocal y la sólida actuación de Stephen West como Wotan (disfrazado de vagabundo).

West ha sabido modular la presencia de este complotista manipulador, aparentemente dueño de todos los hilos de la trama, para hacernos ver con claridad que son precisamente las intrigas abortadas y los planes frustrados de Wotan los que pavimentan el camino a la destrucción total que se viene. Este aspecto patético de Wotan ha sido bien planteado y mantenido a lo largo de las tres primeras puestas de este Anillo del nibelungo.

En lo musical, es preciso señalar el buen nivel mostrado por la Orquesta del Teatro de Bellas Artes (de nuevo con Wagner, de nuevo bajo la batuta de Guido Maria Guida) que, salvo algunos momentos inciertos en el tercer acto, demostró que puede ser un instrumento adecuado para el trabajo que de ella se requiere en el foso.

Dicho de otra manera: si ese agrupamiento puede tocar así, no hay excusa o razón para que toque menos bien. Así, gracias a la conducción de Guida y el esfuerzo de la orquesta, esta tercera entrega de la Tetralogía permitió una inmersión total en la creciente acumulación de leitmotiven wagnerianos, un auténtico mapa sonoro con numerosos hitos que guían al oyente por la compleja red narrativa que ha tejido Wagner en El anillo del nibelungo. Particularmente inquietante, por ejemplo, que Sigfrido toque en su solitario cuerno el motivo sonoro que acompañará (a toda orquesta) su funeral en El ocaso de los dioses.

Así pues, este Sigfrido ha resultado exitoso y, sí, es preciso decir que parte del éxito se debe a los recursos invertidos. No hay vuelta de hoja: la ópera es un divertimento costoso que requiere de sustanciales apoyos y patrocinios. La alternativa, una supuesta opera povera que aquí no sabemos cómo manejar, sólo demuestra que lo barato sale caro, como ocurrió en la reciente, deplorable puesta en escena de Orfeo y Eurídice, de Gluck.

 
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