REPORTAJE / EL LATENTE CONFLICTO DEL SAHARA OCCIDENTAL
Saharaui: Estado que existe en los sueños de miles de refugiados
Un alumbramiento en el seno de una ancestral familia beduina
Ampliar la imagen Fatma Ahmed da a luz a un beb�ue vivir�n la �tierra de nadie�, la vida de sus ancestros n�as en el S�ra Occidental FOTO Blanche Petrich
Tifariti, Territorios Liberados de Sahara Occidental. En esta ciudad que fue enclave de la presencia colonial española, quedan los escombros de las edificaciones, convertidas en ruinas por la Fuerza Aérea Real de Marruecos. Hay dos cuarteles militares, uno del Ejército de Liberación Popular del Sáhara y otro de los cascos azules, de la Organización de las Naciones Unidas. Hay también un oasis del tamaño de un pañuelo y un cementerio donde yacen los antepasados de un pueblo en el exilio, los caídos en la guerra y no pocos ancianos que, cuando presienten el fin de sus vidas, abandonan los campamentos de refugiados para ir a morir a su tierra, aunque ésta todavía sea en los mapas oficiales tierra de nadie.
Además, hay una flamante gran escuela donde cada salón tiene una bóveda por techo, para paliar el calor. Y un gran hospital, limpio, bien pintado. Ambas edificaciones están vacías. No hay niños ni enfermos ni médicos. Pero están ahí, esperando el futuro. Son las primeras piedras fundacionales de una nación que aún no nace pero que existe, con todo detalle, en el sueño colectivo de los saharauis que viven en los campamentos de refugiados a 600 kilómetros de distancia de aquí, más allá de la frontera de la hermana Argelia. Y al lado del gran hospital, que se llama Navarra porque se construyó con la solidaridad de los vascos de esa provincia, hay una pequeña clínica, desnuda y desprovista de todo.
El médico que recibe al grupo de mexicanos, Luali, muy joven, no llega siquiera a portar bata blanca. Está apuradísimo. Tiene una mujer de parto, Fatma Ahmed Bumrah. Mientras la joven enfrenta las contracciones que la acercan a la hora del alumbramiento, su hermana, su marido y el médico se ponen más nerviosos. Sólo la comadrona, que parece de piedra y permanece sentada a los pies de la muchacha, con las manos entre las piernas de ésta, sabe exactamente qué hacer. Da órdenes a la chica, que se queja levemente. El doctor Luali se pone unos guantes de látex. Es el único material quirúrgico a la vista. Lo demás corre a cuenta de la sabiduría de las dos mujeres ensimismadas en la tarea.
Transcurre poco más de una hora. Finalmente la cabecita de un fornido bebé asoma con un suave gemido. Nada hay para cubrirlo. La madre se quita apresuradamente el velo de la cabeza. Esa será su cobija. A los pocos minutos el chico llora enérgicamente y solo, en una camilla apartada, logra regular su temperatura. Con los ojos bien abiertos empieza a lidiar con la potente luz del sol del desierto que entra brutalmente por la ventana. La tía le dirige sus primeros consuelos en hassania, la lengua de los saharauis.
Dentro de siete días, en un juego de azar, se decidirá su nombre. El primer apellido será el nombre propio del padre y el segundo apellido, el del abuelo. Así, los nombres de la rama paterna se engarzarán para no perder rastro de su árbol genealógico. Esa es la tradición patriarcal en el seno de la ancestral familia beduina que le tocó por destino. El grupo se despide, agradecido por la generosidad de esta familia que permitió presenciar el precioso parto y deseando que el niño crezca sano y feliz en un Sáhara libre. Todavía ocupada en expulsar la placenta, Fatma regala una gran sonrisa.
El grupo sale de la clínica disparado, desierto adentro, conducido por Abdhum, el chofer, quien suele aparentar mal humor para que nadie le haga preguntas que no desea responder. Sólo él sabe adónde conduce con tanta prisa. Muy a lo lejos, finalmente, aparece una casucha de láminas.
Un beduino con el corazón feliz
Mohamed Mohamed Cheij cubre su largo cuerpo esquelético con el regio traje azul profundo (darrah) de los nómadas que se conocían como los hombres del turbante negro o aulad enau (hijos de las nubes), como se denominaban ellos para diferenciarse de los tuareg del sur de Argelia y los bereberes. Espera plantado frente a su tienda de abarrotes, hecha de láminas, a que el punto blanco seguido de una nube de tierra se acerque. Los viajeros experimentados saben que ahí, en medio de la nada, se puede comprar azúcar, garbanzos, té, galletas, tabaco. Piensa construir un contenedor para vender agua. Es su contribución para hacer habitables las soledades de los territorios liberados.
La mirada de este hombre es de espejo. Acodado en su Land Rover, relata su vida, su juventud de nómada, su pasado como soldado español, como combatiente del Frente Polisario, como refugiado. Hoy ha encontrado algo que lo hace "feliz del corazón y sano de la mente": vivir en un suelo que puede considerar propio, otear un horizonte yermo en los cuatro puntos cardinales, aunque haya tenido que dejar familia y sustento seguro del otro lado de la frontera. Mohamed le indica al conductor una dirección y nuevamente se lanza hacia este punto del horizonte a toda velocidad.
Buer Tiguisit es apenas un conjunto de jaimas andrajosas donde se congregan los restos de una tribu que no puede seguir a plenitud la vida nómada, siempre persiguiendo pastos, porque el muro marroquí ha cortado rutas milenarias y sus manadas de camellos casi se han extinguido. A la entrada de una de las tiendas encontramos dos muchachas con el rostro cubierto. Ese era el secreto de Abdhum. Son las hermanas de Fatma, tías del recién nacido. No esperaban recibir noticias tan pronto porque las horas del desierto a veces se prolongan interminablemente, suspendidas en el cielo inmóvil. Hasta allá llega la tecnología digital y en pequeñas pantallas de las cámaras del grupo los parientes conocen al nuevo miembro de la familia, saludando las imágenes con el agudo grito gutural con el que las mujeres árabes expresan júbilo. En agradecimiento cuelgan al cuello de los visitantes collares de cuentas de vivos colores.
La alegría termina de pronto porque en un rincón de la tienda yace una madre gravemente enferma. La cadena de la vida, nacimiento y enfermedad, bajo el mismo techo. Habrá que correr al dispensario, de regreso en Tifariti, para dar aviso al farmacéutico. A ver si en los estantes vacíos encuentra algo que salve la vida a la mujer. Y si no encuentran los medicamentos necesarios y además alguien que se los haga llegar, todos encomendarán su destino a Alá, quien tiene la última palabra en esas soledades.