Política exterior: fracaso absoluto
Al inicio de este sexenio, el nuevo gobierno se propuso cambiar la política exterior y vaya que lo ha conseguido. De ser un país respetado y respetable por su sensatez en una era de polarización causada por la guerra fría, México se ha convertido en un socio menor de Estados Unidos, sin autoridad para influir en los asuntos que más directamente le conciernen. Llevados de la idea pueril de hacer de la cancillería un laboratorio de la política del cambio, los gobernantes de la alternancia abandonaron uno a uno los principios fundadores en que se sustenta históricamente la pretensión de construir un verdadero Estado nacional. Y así nos va. El país no parece más democrático a los ojos del mundo por el voto en contra de Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, ni más creíble.
El resultado de la incursión jamás explicada de Luis Ernesto Derbez en la OEA debiera considerarse como la expresión de un fracaso que trasciende a la ya de por sí desgastada organización panamericana: refleja hasta qué punto nos hemos alejado del resto de Latinoamérica y, en especial, de los países del sur, cuyos intereses difieren en forma y fondo de las frivolidades y los bandazos a que nos tiene acostumbrados en México el presidente Fox. En los hechos, y para fines de la relación con el resto del continente latinoamericano, México ya no es un punto de referencia en el orden internacional.
Aunque la alianza comercial (necesaria) con los vecinos del norte nunca fue considerada un acta de anexión, los políticos de la "modernización" se dejaron llevar por la corriente, esperando que el proceso general de globalización hiciera su trabajo y un buen día despertáramos integrados, es decir, "americanos". En sus delirios creyeron de verdad que el Estado nacional era una simple entelequia a la que había que enterrar para dar paso a esa nueva y avasallante realidad.
Pero los hechos son tercos y probaron la futilidad de esas ideas. El sueño de la integración tropezó de inmediato con la muralla chovinista y, por ende, excluyente del imperio, cuyos temores, teorizados por Huntington y acelerados por el 11-S, se manifiestan todos los días en conductas racistas y criminales contra los inmigrantes.
En vez de acuerdo migratorio -la enchilada completa-, México obtuvo a los Minutemen, la aprobación de nuevos controles y medidas discriminatorias contra los trabajadores indocumentados en Estados Unidos. Nos quedamos al garete, a expensas de lo que hagan o dejen de hacer nuestros vecinos. Ahora anuncian la suspensión de algunos derechos básicos otorgados a los "indocumentados": se les niega el acceso a los servicios de salud, a la escuela, a la identificación, es decir, se les reduce a la calidad de delincuentes.
Es natural que Estados Unidos realice los mayores esfuerzos para mantener la seguridad interior, pero la paranoia de los antimigrantes difícilmente tiene algún valor en la defensa de ese país y en cambio representa una clara violación a los derechos humanos de aquellos que se atreven a cruzar el río Bravo en busca de trabajo.
El Senado de Estados Unidos acaba de aprobar una ley en la que se hace patente la irracionalidad de la sociedad moderna, pues en una sola lanzada asigna cifras inimaginables para proseguir la ocupación bélica en Afganistán e Irak, y luego, como para reafirmar sus ideas, aprueba la construcción de un largo muro de acero a lo largo de la frontera mexicana.
Frente a estos hechos, el gobierno se queda paralizado y mudo. Su voz no se escucha. Acaso ya la ha perdido. Pero el tema de nuestras relaciones con la primera potencia-fortaleza del mundo es demasiado importante para hacer como que no existe. En los meses que vienen comenzarán a delinearse las posturas de los partidos y candidatos. Esperemos, por una vez, que las relaciones exteriores de México sean objeto de un tratamiento serio y responsable. Urge.