El papa Ratzinger
El nuevo pontificado no puede ser concebido ni como apéndice del anterior ni de transición, pues representa la continuidad del ciclo eclesial abierto por Juan Pablo II, es decir, el reflujo y el disciplinamiento religioso frente a las aperturas y ensayos abiertos por el Concilio Vaticano II.
A propósito de un feliz retorno a La Jornada, me gustaría abordar el tema e iniciar un diálogo con los lectores y algunos actores eclesiásticos que se sienten ofendidos por las lecturas laicas sobre la Iglesia.
Con el advenimiento de Benedicto XVI se pone de manifiesto nuevamente que el nudo de la tensión es la relación entre la Iglesia católica y la modernidad. El relevo de Ratzinger pareciera presagiar una nueva fase de confrontaciones entre el catolicismo y los valores que la cultura secular contemporánea ha venido conformando. Dicho de otra forma, la epísteme crítica y pesimista, al viejo estilo agustiniano, del nuevo Papa, que enfrenta los fundamentos de las sociedades modernas, puede llevar a la Iglesia a nuevos desgastes e incluso crisis internas insospechadas en un corto plazo.
Según el espíritu conciliar, principalmente la Gaudium et Spes, Dios está en la historia, mientras posturas como la del nuevo Papa parecen no sólo negarla, sino rechazarla. La paradoja, planteada por muchos teólogos, es ésta: Dios estaría presente aun en la dictadura del relativismo. A esa realidad desafiante debe responder el cristianismo. Aunque el nuevo Papa ha señalado que las inclinaciones del teólogo Ratzinger van a quedar subordinadas ante el rol de "puente" de Benedicto XVI, muchos sospechan, con sobrada razón, que predominará la visión mesiánica y clerical del mundo con un aire vade retro.
La novedad en la elección de Benedicto XVI radica en el escepticismo y desencanto de muchos sectores católicos. A pesar de la insistencia mediática que nos presenta a un Ratzinger sencillo, tímido, amable y sensible, pesan sobre él los expedientes del prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Teólogos y sectores intelectuales católicos miran expectantes y con cierta desconfianza los primeros pasos del actual pontificado.
En América Latina, salvo por los sectores conservadores que han crecido notablemente, se le percibe como un personaje no sólo lejano, sino con alto grado de incomprensión del subcontinente por la manera en que manejó el caso de la teología de la liberación. Desde los años 80 se ha censurado a teólogos, obispos, seminarios, centros de enseñanza, revistas y a movimientos laicos bajo la sospecha de la contaminación marxista de la fe. Sin duda el cardenal Ratzinger fue un actor central en la mutación del perfil de los obispos y de los episcopados actuales, marcados por la opacidad y la disciplina. El nuevo Papa no nada más enfrenta la sobra carismática y mediática del papa Wojtyla, sino su propia sombra de custodio de la fe.
Se han emprendido numerosas investigaciones sobre el pensamiento del actual Papa. Intriga su alejamiento del progresismo conciliar y su paso a un aggiornamento antimoderno, marcado por el pesimismo en las lecturas sobre la realidad decadente, en crisis y relativista.
Cobra vigencia aquel lejano trabajo elaborado en 1985 por Giancarlo Zízola, "La restauración del papa Wojtyla", en el que retoma aquella entrevista entre Vittorio Messori y el cardenal Ratzinger, Informe sobre la fe, en el que el cardenal anunciaba un operativo posconciliar en marcha; recordemos:
"Si por restauración entendemos la búsqueda de un nuevo equilibrio después de las exageraciones de una apertura indiscriminada al mundo, después de la interpretaciones demasiado positivas de un mundo agnóstico y ateo, entonces ciertamente esta restauración es deseable y, de hecho, ya se está dando."
La connotación peyorativa e incómoda de la restauración acompañará al pontificado de Juan Pablo II hasta los años 90; los motes de cardenal no y Panzer Kardinäle dibujan el reproche a un puesto de prefecto cuya tarea es el centramiento y la disciplina del corpus y de la identidad católica. Este legado inmediato del nuevo Papa probablemente sea su mayor escollo. ¿Podríamos esperar sorpresas y giros inesperados del papa Ratzinger?
Siguiendo al Papa, el obispo de San Cristóbal, Felipe Arizmendi, ha declarado que la Iglesia no puede dar gusto ni ceder ante las "ideologías de moda" porque su identidad y valores se remontan a más de 2 mil años. Precisamente, los historiadores de las creencias e instituciones religiosas señalan cómo éstas se adaptan a las diferentes conformaciones históricas es que deben su vigencia. Aquí no se trata de que la Iglesia pierda ni su identidad ni la tradición de su corpus interpretativo, pero sí de mostrar una renovada actitud de diálogo y apertura con las prácticas, preguntas y sensibilidades de las personas de sociedades actuales.
La Iglesia, guardando su tradición, podría llegar a nuevas síntesis, inculturándose. De lo contrario, en escenarios opuestos, podríamos asistir a rígidas cruzadas moralizantes donde la Iglesia por decreto divino es poseedora de la verdad absoluta viviendo dramáticamente las cuarteduras internas de un edificio medieval minado por represión sexual, celibato, homosexualidad, despegue del rol de la mujer, así como el ocultamiento de abusos y fueros eclesiásticos.
El ciclo que se prolonga con Ratzinger requiere de un esperado péndulo.