Energía nuclear para el mundo de las flores
En 1969 el experto en ciencias de la atmósfera James Lovelock dio a conocer una nueva clase de modelos sobre la biosfera, en los cuales las formas vivientes mantienen estables las condiciones que permiten la vida. Bautizó los modelos como la hipótesis Gaia, en referencia a la diosa griega de la Tierra.
La idea es sencilla: la vida regula el planeta de tal modo que garantiza la hospitalidad para las formas vivientes. Y para ilustrar este sistema autorregulado, generó un modelo de simulación que podemos llamar "el mundo de las flores". En este modelo hay un planeta que gira alrededor de un sol y las formas de vida son de dos tipos: flores blancas y oscuras. Las primeras reflejan luz y reducen la temperatura; las segundas absorben más luz y aumentan la temperatura. Las blancas prefieren las altas temperaturas mientras las oscuras gozan en temperaturas bajas.
Al iniciar la simulación, el mundo de las flores es frío y sólo sobreviven pocas de las oscuras y casi ninguna blanca. Al crecer la población oscura, aumenta la temperatura del planeta y gradualmente el número de las blancas, lo que presiona la temperatura a la baja. Se alcanza un punto de equilibrio, en el que cualquier aumento en la temperatura es contrarrestado por el incremento en el número de flores blancas y los descensos son corregidos por el aumento de las oscuras. El planeta del modelo es muy estable frente a cambios en la energía transmitida por el sol, lo que ilustra el efecto de la vida sobre las condiciones fisicoquímicas del planeta.
El resultado más importante de la simulación es que cuando hay más especies en el planeta, el equilibrio se alcanza rápidamente y se mantiene estable más tiempo. La conclusión es que la biodiversidad es sumamente importante y la extinción de especies es una seria amenaza para ese estado de equilibrio.
Los modelos de Lovelock son similares a otros en los que formas de vida alcanzan equilibrios ambientales y demográficos. Pero el alcance casi místico de la hipótesis Gaia convirtió a James Lovelock en un icono de los movimientos ambientalistas.
Hoy los admiradores están furiosos por las últimas afirmaciones de Lovelock, quien asegura que la energía nuclear es la única opción para enfrentar el problema del cambio climático, que es la amenaza más seria para "nuestra civilización", y que no hay alternativa mejor que las plantas nucleares, porque son las únicas que no emiten gases con efecto invernadero y, por ende, no contribuyen al calentamiento global. Si tuviéramos 50 años por delante, podríamos intentar una solución con fuentes renovables, pero ya no tenemos tiempo que perder.
El desplante de Lovelock tiene varios problemas. Es falso que la energía nuclear no produce gases invernadero. Por unidad de energía, una planta nucleoeléctrica produce un tercio de las emisiones de cualquier planta termoeléctrica alimentada con gas. Además, el ciclo del combustible nuclear también genera niveles significativos de gases invernadero en las fases de extracción y enriquecimiento. Eso puede empeorar cuando se agoten los yacimientos más productivos o con mayor grado de mineral de uranio y sea necesario recuperar (y enriquecer) este elemento de yacimientos de menor calidad.
Por otra parte, las 438 plantas nucleares en operación en el mundo generan 17 por ciento de la energía eléctrica producida; para remplazar las plantas que usan combustibles fósiles se necesitarían más de mil 755 nucleoeléctricas adicionales. Los desechos altamente radiactivos producidos anualmente superarían las 50 mil toneladas. Hoy que se producen "solamente" 10 mil toneladas anuales no existe una solución técnica para su manejo y confinamiento seguro. Guardar los desechos en cápsulas vitrificadas aún no representa una solución segura para estos materiales, cuyos efectos duran miles de años. Convertir los desechos en materiales de menor vida media (transmutación) tampoco es una solución factible. El problema de la basura nuclear todavía no tiene solución.
¿Y la proliferación nuclear? Las nuevas plantas producirían plutonio suficiente para 60 mil cargas nucleares, que estarían en manos de muchos países. Además, los nuevos diseños de reactores "intrínsecamente seguros" son quizás una mejoría sobre los viejos modelos, pero no llevan una garantía de cero accidentes.
Remplazar con plantas nucleares todas las termoeléctricas del mundo reduciría la emisión de gases invernadero apenas en 6 a 9 por ciento. Eso se debe a que las emisiones de las termoeléctricas apenas representan 11 por ciento de las emisiones totales a escala mundial. Las emisiones del sistema mundial de transporte no serían afectadas por la multiplicación de plantas nucleares. Eso podría cambiar si se produce hidrógeno con tecnología nuclear; pero eso también se enfrenta al problema de los desechos, la proliferación y la probabilidad de accidentes.
La energía nuclear no puede resolver el problema del calentamiento global. Lovelock debería regresar a sus modelos homeostáticos y comprobar que el mundo de las flores no necesita la opción nuclear.