Francia en crisis
En el referendo francés perdieron el presidente Chirac, el Partido Socialista -gran derrotado-, las capas medias ilustradas, la burocracia europeísta y el aparato mediático; en fin, la ratificación de la Constitución recibió un golpe demoledor, pero ¿quién gana?
En el flanco del no se manifestaron la extrema derecha nacionalista de Le Pen y el Partido Comunista Francés, los altermundistas y la corriente de Fabius, quien paradójicamente abanderó a esa mayoría socialista para la cual el tratado constitucional es "como una herramienta al servicio del ultraliberalismo", según ha escrito José Luis González Vallvé en un análisis comparativo con el referendo español. Muchos querían dar una patada a Chirac, pero al hacerlo pusieron en suspenso todo el proyecto europeo .
Digno es de subrayarse el funcionamiento de la relojería democrática en su versión más directa: altísima participación y la mayor diversidad de banderas y colores, cuya suma y resta producen resultados inesperados. El acatamiento instantáneo del dato final, con la consiguiente sustitución del gobierno; en fin, el reconocimiento de que se trata de una crisis cuyas profundidades aún no hemos visto. Pero no es sólo una crisis francesa.
Se ha puesto de manifiesto la tensión entre la voluntad de las elites gobernantes para avanzar en la consolidación y expansión de la Unión Europea y las necesidades expresadas democráticamente por amplios conjuntos de ciudadanos: en rigor ninguno se opone a los beneficios de la integración, cuyos saldos positivos son innegables, pero pesan más los temores derivados de una situación de incertidumbre.
Una lección provisional: bajo las condiciones de la democracia directa es fácil que naufraguen los acuerdos conseguidos en los órganos de la democracia representativa. Y he aquí un problema para el futuro de una Unión donde los poderes se delegan de grado en órganos supranacionales, cuya eficiencia y sensibilidad, si cabe la expresión, pueden no ser las más adecuadas. La ciudadanía europea está atada a su marco local, regional o nacional, del que depende su humor para votar. En rigor, pese a la retórica, la globalización aún pasa y se decide en laberinto nacional.
Los promotores de los tratados constitucionales han sido incapaces de traducir a los ciudadanos las virtudes de esa propuesta y sólo han destacado su aspecto farragoso y, en algunos casos, las concesiones que algunos entienden como retrocesos. Y, sobre todo, existe -y se explota- el temor, el miedo a un mundo de cambios y permanentes asechanzas. La migración, el desempleo, la desnaturalización de las relaciones familiares y comunitarias, la falta de sentido de la vida bajo el neocapitalismo salvaje tienen su contrapartida en el activismo xenófobico, en el fundamentalismo, en la medievalización de la globalidad, concebida como un campo de guerra entre las potencias del Bien y el Mal. Como bien ha dicho Ramoneda en El País: "... a veces, los pueblos tienen razones que la razón práctica no entiende". Y, en efecto, tras la crisis social y cultural francesa hay también "crisis de un sistema que no ha sabido encontrar el equilibrio entre el peso del Estado y la dinámica modernizadora".
En una perspectiva más general, el triunfo del no en Francia debilita a Europa frente a Estados Unidos, pues el país galo es junto con Alemania el motor de la integración frente al persistente atlantismo británico. De cualquier manera, los datos del referendo en Francia -y probablemente en Holanda- obligarán a repensar mejor los pasos a seguir y a tomar en serio las determinaciones locales o nacionales, cuya persistencia no se ahoga con discursos sobre la globalidad.