Editorial
Bolivia, horas decisivas
Primero, los datos esenciales del problema: el presidente Carlos Mesa convocó por decreto, para octubre, la Asamblea Constituyente, que debería decidir qué se hace con los hidrocarburos y las elecciones autonómicas, que el Congreso, convocado para el martes, no parece decidido a unir en sus resoluciones. Pero el decreto es anticonstitucional, pues una Constituyente sólo puede ser decidida por el Parlamento, y en éste los partidos de derecha están actualmente sobrerrepresentados, ya que la composición del cuerpo es anterior a los acontecimientos de octubre pasado (destitución y huida del presidente Gonzalo Sánchez de Lozada a Estados Unidos). Por eso el poder de los movimientos sociales y de las calles y zonas rurales desconoce al de las instituciones (Parlamento y Presidencia). Mesa, por consiguiente, no tiene fuerza para imponerse al Congreso, que no se sabe si refrendará su decreto, y además no es ni siquiera reconocido por los movimientos sociales campesinos, indígenas, obreros, vecinales, que siguen con sus huelgas y han aislado ocho de los nueve departamentos del país mediante más de 40 cortes de rutas. Al mismo tiempo, la oligarquía de Santa Cruz no quiere la Asamblea Constituyente en octubre y está dispuesta a convocar en agosto un referéndem autonómico que impondría, de hecho, una forma de separatismo, pues implicaría el disfrute en la región cruceña, donde están los pozos, de la riqueza petrolera boliviana. Los empresarios y las grandes empresas extranjeras (y, naturalmente, la embajada de Estados Unidos) coinciden con esa posición de rechazo a una solución parlamentaria o a una futura decisión legal en la Asamblea Constituyente. El presidente Mesa podría, por tanto, verse obligado a renunciar por cuarta vez, pero ahora definitivamente, o podría convocar a elecciones anticipadas, enfrentándose a los partidos que ahora lo apoyan como mal menor, contra los movimientos sociales, y a los empresarios y la oligarquía cruceña.
El poder estatal flota, pues, en el aire, y está dividido entre los movimientos sociales y los llamados "poderes fácticos". El eje de la balanza está en las fuerzas armadas, que en octubre pasado no encontraron la fuerza y la unidad suficientes como para reprimir masivamente en defensa de Sánchez de Lozada y ahora están prácticamente en estado de asamblea. En el sector popular las consignas centrales son cada vez más la estatización del gas y del petróleo, la renuncia de Mesa y la convocatoria de la Asamblea Constituyente, mientras en Santa Cruz y en la derecha predomina crecientemente el racismo antindígena y la organización de grupos de choque. Si las huelgas, cortes de rutas, manifestaciones y movilizaciones impusieran la Asamblea Constituyente a pesar del Congreso, la derecha podría desconocer esa solución y la unidad geográfica y política del país estaría amenazada. Si el Congreso avalase, en cambio, el decreto de Mesa, o éste convocase a elecciones anticipadas, muy probablemente la derecha se dividiría entre quienes buscarían ganar tiempo para decidir en la Constituyente y ganar algunos referendos autonómicos con apoyo de Brasilia, Buenos Aires y Washington, y quienes, por el contrario, rechazarían toda postergación del enfrentamiento y de las decisiones.
El pueblo boliviano rechazó en Cochabamba, con su acción, que el agua fuese propiedad extranjera y exige ahora, siempre con su acción, que los hidrocarburos sean bolivianos. Las clases subalternas actúan como poder en las rutas y calles de Bolivia, buscando cambiar el poder a escala nacional y construir el país sobre otras bases. Las dominantes, por el contrario, quieren conservar por la fuerza la Bolivia del pasado, que comenzó a ser demolida en julio de 1952 y está al borde del colapso. No la OEA sino la ayuda fraterna de los países hermanos, con su colaboración y recomendaciones de paz, podría pesar para evitar que Bolivia se convierta en lo que fue la España mártir en 1936, y podría servir para contener a las fieras al acecho del separatismo y de la dictadura militar.